Se dice del amor que es ciego y
que puede hacer enfermar a una persona. Es un sentimiento tan potente, y a
veces devastador, que sus efectos se asemejan según los psicólogos a los
producidos por ciertas drogas. Por ser como es, por conocido y cotidiano,
comprendemos multitud de situaciones extravagantes donde el amor es protagonista
y para la mayoría, curados de sorpresa o espanto, quizá no exista ya nada difícil
de comprender. Pero en ese grupo no me encuentro yo, un individuo y su turbulenta
historia rondan mi cabeza frecuentemente.
“Querido Ted…” Estas dos palabras
son las que martillean mi cabeza y las cien siguientes, las que me intrigan. A
menudo intento imaginar cómo sería el resto del texto, qué palabras de mujer
enamorada sucederían este sentido y breve saludo, pero lo que resulta parece un
monólogo macabro y oscuro, muy incómodamente difícil de creer. Debo de
tener una imaginación torpe y limitada, porque lo cierto es que 200
composiciones como ésta llegaban a diario a la celda del señor Theodore Robert
Bundy hasta que la justicia libró a la sociedad americana de su presencia.
Constantemente pienso qué puede
llevar a una mujer, mentalmente sana, a declarar apasionadamente su amor a un
violador y asesino de la talla de Bundy. Es cierto que el hombre tenía un gran poder
de seducción y manipulación con las mujeres, pero desde la distancia que le marcaban
las paredes de su celda, me inclino a pensar que en el fondo, estas pobres
enamoradas creían tener la llave de la redención para este bastardo, del mismo
modo que la décima novia de un hombre infiel asegura poder cambiarlo. Quizá el
amor, como la más dañina de las drogas, también se lleva por delante unas
cuantas neuronas.
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