miércoles, 3 de abril de 2013

Doscientas cartas a Ted

Se dice del amor que es ciego y que puede hacer enfermar a una persona. Es un sentimiento tan potente, y a veces devastador, que sus efectos se asemejan según los psicólogos a los producidos por ciertas drogas. Por ser como es, por conocido y cotidiano, comprendemos multitud de situaciones extravagantes donde el amor es protagonista y para la mayoría, curados de sorpresa o espanto, quizá no exista ya nada difícil de comprender. Pero en ese grupo no me encuentro yo, un individuo y su turbulenta historia rondan mi cabeza frecuentemente.
 
“Querido Ted…” Estas dos palabras son las que martillean mi cabeza y las cien siguientes, las que me intrigan. A menudo intento imaginar cómo sería el resto del texto, qué palabras de mujer enamorada sucederían este sentido y breve saludo, pero lo que resulta parece un monólogo macabro y oscuro, muy incómodamente difícil de creer. Debo de tener una imaginación torpe y limitada, porque lo cierto es que 200 composiciones como ésta llegaban a diario a la celda del señor Theodore Robert Bundy hasta que la justicia libró a la sociedad americana de su presencia.
 
Constantemente pienso qué puede llevar a una mujer, mentalmente sana, a declarar apasionadamente su amor a un violador y asesino de la talla de Bundy. Es cierto que el hombre tenía un gran poder de seducción y manipulación con las mujeres, pero desde la distancia que le marcaban las paredes de su celda, me inclino a pensar que en el fondo, estas pobres enamoradas creían tener la llave de la redención para este bastardo, del mismo modo que la décima novia de un hombre infiel asegura poder cambiarlo. Quizá el amor, como la más dañina de las drogas, también se lleva por delante unas cuantas neuronas.

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