domingo, 21 de agosto de 2011

De la ciruela al wiffi

Veraneo en el pueblo de mis padres. Digo pueblo cuando debería llamarlo aldea, con apenas sesenta vecinos habitándolo durante todo el año, una iglesia, dos bares y un consultorio médico como edificios públicos. Intento reservar cada año una semana de mis vacaciones para evadirme en este rincón leonés tan coqueto donde olvido el reloj, las rutinas e incluso el móvil. Un lugar sin prisas, donde el tiempo que se tarda en llegar a un lugar lo determina el número de “parladas” que uno se echa con los vecinos que le van saliendo al paso. Cambio de aires, cura de estrés urbano, renovación del espíritu y degustación de recuerdos son actividades de ocio que solamente un rincón así permite practicar. Privilegios bien pensado, y además gratuitos. Sorprende que un lugar tan pequeño, tan carente de esos edificios que a diario nos empeñamos en tener cerca de casa, pueda dar tanto. A veces la ausencia de todo puede provocar en nuestros sentidos el mayor de los placeres. Ausencia de ruido, silencio. Ausencia de movimiento, quietud. Ausencia de personas, intimidad. Uno decide evadirse y rodearse de un ambiente diferente, donde predominan las ausencias de lo cotidiano. Donde las paredes son de piedra y los techos de pizarra negra. Donde el panadero y el frutero venden desde una furgoneta. Donde el medio más rápido para desplazarse es la bicicleta. Lo curioso es que, aunque uno crea que se encuentra en un lugar donde el tiempo apenas altera las cosas, donde te invade ese pensamiento ingenuo de creer disfrutar de un rincón anclado en el pasado, nada es para siempre y todo evoluciona. Y así descubres que los niños de ahora son reprendidos por robar el wiffi de un vecino cuando en mi niñez los insultos nos llegaban por robarle las ciruelas.