domingo, 14 de abril de 2013

Fuga de "tequieros"

Uno de mis conocidos sufre por amor y me pide consejo. La naturaleza debió darme cara de confesionario de iglesia porque a diario despacho los sosiegos de quienes me rodean, lo quiera o no. El tema es sencillo, primero están, luego no están y cuando ya no están, quieren volver a estarlo. Yo lo veo claro, pero lo cierto es que le llevo unos años de ventaja. Para ellos, su historia se asemeja a un guión de telenovela, llena de enredos e intrigas, encuentros y desencuentros. A mí, en realidad me parece un conflicto resultado de un exceso de idealización de las relaciones personales y de los altos niveles de hormonas que se tienen a esas edades.
 
Tenemos a dos personas dando vueltas alrededor de un edificio buscando la manera de entrar en él. A una de ellas se le ocurre entrar por la ventana del tercer piso usando la escalera de incendios, mientras que la otra, en un alarde de originalidad, decide alquilar un helicóptero que la dejará en la azotea para después lanzarse abrazado a un colchón por el patio de luces, a lo Jason Bourne. Pero una vez dentro, resulta que no se encuentran y entonces, fruto otra brillatísima idea y llenos de incontenible emoción, deciden dejarse mensajes cifrados para informarse mutuamente de sus respectivas posiciones, hasta que uno de los dos encuentre apasionadamente al otro, o hasta que ambos sucumban al aburrimiento. Y digo yo, ¿no habría sido más sencillo entrar a la vez usando la puerta principal?

Pero resulta que en esto del amor, todos le hemos dado cientos de vueltas al edificio antes de aprender que es mejor y más sencillo usar esa puerta. Nos hemos devanado los sesos intentando adivinar el significado una mirada, o hacerlos casi explotar analizando las múltiples posibilidades de un mensaje de texto del tipo “Eres la persona que más me hace reir”. Hemos deseado llamar, pero al final optamos por contemplar un teléfono que no sonaba y felicitarnos por nuestra determinación. Que horrible manía esa de complicar en exceso las cosas y echar a perder el tiempo. Allí estábamos, dando vueltas y más vueltas en torno a la persona que teníamos justo delante cuando la dirección acertada era dar un paso al frente y decir, simplemente, “te quiero”.
 

miércoles, 10 de abril de 2013

De la pupila al pimiento

Una persona de mi pasado laboral me acusó varias veces de mentir. Por aquel entonces, su opinión me importaba tanto como el mejor acompañamiento de un buen filete de lomo: tres pimientos. Pero el problema fue su enorme e insistente convencimiento de que mentía sistemáticamente cada vez que teníamos una conversación y yo no lograba averiguar de dónde procedía ese terco parecer.
 
Mi obsesiva intriga me llevó a leer un sinfín de libros, ensayos y artículos especializados en el tema, buscando reconocerme en las pautas que describían. Una postura concreta, un leve movimiento del labio superior de la boca o un ligero parpadeo en el transcurso una conversación pueden determinar, según las teorías de la comunicación no verbal y numerosos estudios en el campo de la psicología, si un sujeto X dobla los calcetines en forma de pelota en el cajón de su cómoda o si por el contrario los apila extendidos, dos a dos. La cantidad de información que se puede extraer de la simple observación de pequeños detalles en los individuos, dicen, es cuantiosa y fiable. Hay algunos expertos en la materia que afirman saber qué esconde una persona en lo más recóndito de su mente tras mantener una pequeña conversación, aunque el tema sea completamente ajeno a lo que se trata de averiguar y existen otros que se consideran verdaderos polígrafos humanos observando el porcentaje de humedad de la piel del sujeto ante una respuesta o el ángulo de inclinación de la línea que trazan los botones de su camisa. Admirable.
Cuando parecía que el misterio quedaría sin resolver, una última conversación zanjó mis dudas. “Lo veo en tus ojos”, me dijo inflando el pecho cual orgulloso pavo de corral. Atónita pero emocionada por poner fin a mi sosiego, pedí que me revelara el indicio que convertía involuntariamente en mentira cualquier cosa que saliese de mi boca y, como si se tratara de un maestro alquimista revelando ante el consejo de sabios la fórmula que convierte en oro hasta la panceta, me espetó: “Se te dilatan las pupilas”. La decepción fue mayúscula, menudo charlatán de mercado. Aquello no era un indicio de manual, al menos no en mí. Mis pupilas son gigantes de nacimiento y objeto de curiosidad de todos los oftalmólogos por los que voy pasando, como buena miope, hasta el punto de haberme preguntado en varias ocasiones si había sufrido algún accidente grave. Desde entonces, este tipo de análisis me importan otro par de pimientos pero después de haber aprendido tanto sobre la comunicación no verbal me divierte, como no llegaréis a imaginar, jugar al ratón y al gato con entendidos como éstos.

miércoles, 3 de abril de 2013

Doscientas cartas a Ted

Se dice del amor que es ciego y que puede hacer enfermar a una persona. Es un sentimiento tan potente, y a veces devastador, que sus efectos se asemejan según los psicólogos a los producidos por ciertas drogas. Por ser como es, por conocido y cotidiano, comprendemos multitud de situaciones extravagantes donde el amor es protagonista y para la mayoría, curados de sorpresa o espanto, quizá no exista ya nada difícil de comprender. Pero en ese grupo no me encuentro yo, un individuo y su turbulenta historia rondan mi cabeza frecuentemente.
 
“Querido Ted…” Estas dos palabras son las que martillean mi cabeza y las cien siguientes, las que me intrigan. A menudo intento imaginar cómo sería el resto del texto, qué palabras de mujer enamorada sucederían este sentido y breve saludo, pero lo que resulta parece un monólogo macabro y oscuro, muy incómodamente difícil de creer. Debo de tener una imaginación torpe y limitada, porque lo cierto es que 200 composiciones como ésta llegaban a diario a la celda del señor Theodore Robert Bundy hasta que la justicia libró a la sociedad americana de su presencia.
 
Constantemente pienso qué puede llevar a una mujer, mentalmente sana, a declarar apasionadamente su amor a un violador y asesino de la talla de Bundy. Es cierto que el hombre tenía un gran poder de seducción y manipulación con las mujeres, pero desde la distancia que le marcaban las paredes de su celda, me inclino a pensar que en el fondo, estas pobres enamoradas creían tener la llave de la redención para este bastardo, del mismo modo que la décima novia de un hombre infiel asegura poder cambiarlo. Quizá el amor, como la más dañina de las drogas, también se lleva por delante unas cuantas neuronas.