miércoles, 30 de mayo de 2012

Obsolescencia programada, y quizá consentida

Estreno móvil nuevo, a mis ojos así parece. Para cualquier otro, mi móvil sería viejo contando tan sólo con tres años de vida. Es un Nokia que siempre ha funcionado bien y cuyos únicos desperfectos, varias grietas en la carcasa producto de torpes caídas, han sido solucionados fácilmente comprando una nueva. Tengo un móvil nuevo por sólo ocho euros pero esta solución, aparentemente práctica y sensata, ha sufrido y todavía sufre permanentes críticas.

Mucha gente me recomendaba conseguir otro a base de llamadas de ida y vuelta entre compañías telefónicas para negociar, renegociar e incluso amenazar al operador de turno. Este es mi tercer teléfono desde que en el año 2000 mis padres pusieron uno en mis manos. Puedo recordar que de los tres, es el primero con pantalla a color y sonidos polifónicos, y todos me han servido perfectamente durante estos doce años. Es cierto que los teléfonos que me recomiendan mis allegados son de ultimísima generación, pero los encuentro demasiado grandes, la duración de su batería insuficiente y los avisos wassup, verdaderamente molestos.  La realidad es que no necesito uno nuevo mientras el actual no me mande a paseo. Lo ocurrido con mi teléfono podría resultar un suceso aislado, otra cabezonada mía que narrar pero recientemente he tenido el placer, grandísimo placer, de ver el documental “Obsolescencia programada” y mi experiencia se ha convertido en un ejemplo más de este concepto.

Influenciados por las filosofías que impulsan el crecimiento de las economías y por las técnicas de marketing, tratamos continuamente de adquirir algo un poco más nuevo, un poco mejor y un poco antes de necesitarlo, alimentando así un sistema económico mundial que busca crecer por crecer indefinidamente. Un sistema que fabrica para que las cosas sean reemplazadas constantemente o incluso desechables, un sistema que pone fecha de caducidad intencionadamente sobre nuestros productos buscando que su obsolescencia nos obligue a adquirir otros nuevos. Bombillas que se funden antes de lo esperado, impresoras averiadas en pocos años, baterías de dispositivos electrónicos irremplazables, teléfonos móviles que fallecen en el primer golpe o que no paran de evolucionar año a año, son sólo algunos de los síntomas de la Obsolescencia Programada, una estrategia de consumo motor de un sistema que nos hace creer que adquirir productos nos proporciona felicidad, pero si esto fuera cierto ya deberíamos ser absolutamente felices.

Documental:

viernes, 18 de mayo de 2012

Dos ojos color miel

Apenas cinco segundos de intensa mirada bastaron para el flechazo. A la hora en la que los monitores por fin duermen y los fluorescentes no parpadean, ambos nos encontramos cara a cara en la fría quietud  de un polígono. Conectamos, nuestros estados de ánimo coincidieron, buscando la cercanía de otro que agradeciera un gesto de afecto. Premisa necesaria para un encuentro, premisa obligada para que mi mano se acercase a su cara y, rozando suavemente su mejilla, terminase recorriendo su espalda. Un arco recorrió mi palma y, al instante, giró sobre sus pasos buscando reiniciar aquella sucesión de gestos. Sus ojos entrecerrados transmitían placer; la columna, tensa, reclamaba más atención y el silencio meloso dejó paso a un entrañable “rum, rum”. Nos comportábamos como amigos aunque momentos antes fuésemos dos completos desconocidos.

En aquel instante pensé en aquellos a quien conocía y que insistían en dejarme claro su fobia hacia los gatos, recalcando sus desaires, sus gestos traicioneros. En definitiva, su carácter. Resulta curioso, un animal repudiado por demostrar tener carácter. Un pequeño mamífero con contada inteligencia que demuestra tener recursos suficientes para dejar claro que tiene algo de personalidad. No me parece algo reprochable sino más bien una cualidad para admirar. Es fácil obtener la atención de un perro, animal que sin duda atrae todos los favores de los contrarios a los gatos, acercarse a él y obtener un lametón en la mano. Fácil, sin duda; meritorio, no tanto. Prefiero que un animal se acerque a mí por el placer sincero de hacerlo, no por su conducta predispuesta, casi autómata y programada. Mi nuevo amigo ha elegido serlo, aún pudiendo seguir cabeceando al sol, y eso le honra. Otros de su clan nos observan desde lejos, dejando claro que no necesitan compañía, invitando a los transeúntes a seguir su camino. No hay dos gatos iguales al igual que ocurre con las personas y eso me hace pensar que somos más parecidos de lo que creemos.
Una de sus orejas gira hacia una cercana pared de ladrillo. Quizá algo se escabulle entre la hiedra y levanta la cabeza, con sus ojos color miel buscando encontrarse con los míos. Parece decir: lo siento, tengo que irme. Y lo comprendo. Como dos buenos amigos que ya se hubieran tomado un par de cañas, es hora de retirarse, no sin antes decirse hasta luego. Me maravilla este comportamiento, que un ser tan independiente tenga el detalle de anticipar su siguiente deseo. No podría calificarlo de traicionero, me digo mientras me alejo, quizá el problema venga de que no se toman la molestia suficiente de entender sus gestos.