lunes, 21 de noviembre de 2011

No sin mi miedo

Dicen que la felicidad es la ausencia de miedo. Que si eliminásemos de nuestras vidas todas las amenazas que nos acosan, lograríamos ser felices. Amenazas como el miedo a padecer una enfermedad, el miedo a un despido, a un fracaso con la pareja, a un aprieto económico o a la soledad, por ejemplo, atentan cotidianamente contra nuestras posibilidades de serlo.

Mentalmente, al analizar mis propios miedos, encuentro una lista escandalosamente larga de adversarios. Algunos son personales pero la mayoría proceden de este intrincado y moderno sistema en el que vivimos. Son miedos impuestos, reglas del siglo XXI y me niego a creer que las alertas proporcionadas por mi sentido común sean una amenaza contra mi felicidad. Sinceramente, de ser así tendría muy pocas esperanzas de lograrlo. La única vía para superar ese conjunto de miedos pasaría por sumirme en la ignorancia. Habría que recurrir al recurso infantil que envuelve nuestros primeros años de vida y nos mantiene alejados de las preocupaciones de los adultos. El desconocimiento, esa venda invisible en los ojos, adormecería mis sentidos, anularía esos miedos y entonces me traería la felicidad.
Como no puedo deshacer lo aprendido, “desaprender”, el concepto publicitario de moda, como no puedo sumirme en la ignorancia y parecer una alelada mental, intuyo que esa definición de felicidad debe estar equivocada o incompleta. Creo que el miedo es necesario porque nos hace ser cautos y anticiparnos, poner medios para evitar situaciones indeseadas. El miedo nos ha hecho ser más inteligentes porque nos ha obligado durante millones de años a permanecer en alerta y desarrollar soluciones contra las amenazas cotidianas, por tanto, no podemos prescindir de él. Pienso que la felicidad está ligada a la habilidad para poner límites a nuestros miedos, para acotar su radio de amenaza, analizar los superados con el fin de aumentar nuestra confianza ante los nuevos e incluir, al otro lado de la balanza, los logros conseguidos y las ilusiones futuras. En ese equilibrio entre miedos y confianza se haya la receta.
Mi último miedo viene teñido de azul, pero como peor no nos podían ir las cosas, tengo la confianza necesaria para pensar que habremos aprendido inteligentemente de los errores y la ilusión de que más tarde o más temprano volveremos a respirar tranquilos y veremos la vida de otro color.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Poderoso caballero es Don Dinero

Tengo la sensación de que mi país no es un conjunto de personas unido por una Historia común y unas raíces culturales. Tengo la sensación de que el terreno al que llamamos España se ha convertido en un envase con código de barras. Ahora somos un producto y nos tratan como tal.

Mercado, mercado y más mercado. Los medios nos saturan los oídos con ese concepto y los líderes de las naciones tiemblan ante las noticias que sobre él llegan. ¿Qué somos? ¿Algodón, peras o una batidora? ¿Por qué nos venden como mercancía? ¿Quién fija cuánto valemos el conjunto de españoles de un día para otro y lo llama DEUDA?
Tengo la terrible sensación de vivir en una máquina de hacer dinero y que los países son tratados como meras prostitutas, extorsionados por un chulo invisible que mueve los hilos y cuya única preocupación es llenarse los bolsillos a costa de lo que sea. ¿Cuándo perdimos nuestra independencia económica? ¿Por qué Europa no funciona como un equipo? ¿No era eso lo que se perseguía con el proyecto Europeo?
Sumidos en el capitalismo y con los pobres profetas que alzaron tiempo atrás sus gritos de alerta cruelmente lapidados. ¿Quién tendrá la honradez y valentía necesarias para decirles a las familias, el próximo día 20, que no trabajan para mejorar su calidad de vida sino para satisfacer el hambre de los MERCADOS?

A este ritmo, los actuales anfitriones de la Cumbre Mundial del Microcrédito nos convertiremos en los próximos usuarios bajo los preceptos de Yunus y es que, como ya dijo Quevedo:

Madre, yo al oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado,
Pues de puro enamorado
Anda continuo amarillo.
Que pues doblón o sencillo
Hace todo cuanto quiero,
Poderoso caballero
Es don Dinero


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Azul oscuro casi negro, con perdón

Tengo la urgente necesidad de pedir perdón por mi incomprensión ante cierto suceso del que con frecuencia soy testigo. Raynes me ha hecho comprender que estaba siendo injusta. Mi reflexión surge como consecuencia de haber recuperado recientemente uno de mis aparcados hobbies artísticos, fruto de tanto ir de un lado a otro con las maletas y mi cobardía frente a la rutina impuesta.
He vuelto a trastear con la Acuarela.

Nunca he ido a clases de pintura prefiriendo el método clásico de “aprender sobre la marcha”. Esto tiene la ventaja de resultar barato, aprendizaje a coste cero, pero por contra se adquiere una técnica poco depurada y con ciertas lagunas visibles en el resultado sobre el papel. Puestos a retomar la pintura, pero sintiéndome igual de reticente a eso de pisar un aula, me dejé asesorar por artistas con experiencia en el tema para adquirir un libro adecuado a mi necesidad de mejora. Y fue leyendo éste, que como todo buen libro de pintura incluye un apartado sobre teoría del color, cuando comprendí cuán injusta había sido con ciertas personas.
Siempre he tachado casi de ignorante o más bien de vago observador, a quien no es capaz de diferenciar un azul petróleo de un negro o a quien llama simplemente verde a un marrón verdoso, más cercano en todo caso al marrón que al verde. Tampoco comprendía las dudas de la gente a la hora de calificar un amarillo. Me encontraba con demasiadas personas llamando naranja al amarillo cercano al color albero, o incluso al amarillo mismo. Desde mi punto de vista, siempre he encontrado tantas diferencias en esos tonos que en aquellos momentos me parecía imposible que otros no las vieran.
Pero siendo de Ciencias, la ignorante soy yo.

Ya sabemos que el color resulta de la descomposición de la luz al incidir sobre un objeto, es un hecho físico. Sota, caballo y rey. Eso creía yo. Lo cierto es que el autor me recordó que el color, como “resultado del recorrido que sigue la trama codificada desde que un fotón impacta en la retina hasta su llegada a unas determinadas neuronas del cerebro”, se ve por naturaleza condicionado por factores biológicos y depende por tanto de las características propias del individuo. Es decir, que no es una realidad objetiva. El color está en el cerebro y por tanto depende de la percepción de cada uno. Mi conclusión fue que factores genéticos asociados a la cadena de percepción alteran nuestra valoración de los mismos y manan ante nosotros en función de nuestra percepción visual de la misma manera que un miope percibe su entorno de manera diferente al que no lo es.

No puedo pretender que mi carta de colores personal sea idéntica a la de los demás y todavía menos a la hora de afinar describiendo colores derivados de los secundarios, por eso pido disculpas a todos aquellos con quien he debatido este tipo de observaciones. Comprendo ahora sus puntos de vista y a partir de este momento me mostraré más tolerante con las percepciones ajenas. Aún así, todavía me crea ciertas dudas el comentario de una persona muy cercana, que observando un pijama de caballero en un escaparate me dijo: “Ese pijama morado tiene pinta de ser caliente”.
Quiero pensar que lo suyo sea un ligero caso de daltonismo porque el pijama en cuestión creedme, fiaros sí de mi percepción, era marrón, tan marrón como lo es el cacao maduro recogido y listo para ser convertido en polvo y hacer chocolate, no blanco, sino con leche o también puro.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Velas para una tarde mojada

Continuaba anocheciendo mientras dejaban pasar los últimos minutos previos a la cena descansando en el sofá. La una sumida en las profundas teorizaciones sobre la felicidad en los seres vivos no humanos que predicaba Punset, la otra embebida en tormentosas relaciones familiares y rosados líos de alcoba. En la calle, una hora de incesante lluvia provocaba sinuosas riadas sobre el asfalto y el sonido de la tormenta delataba con sus rugidos, cada vez más cercanos, que el cielo seguiría en sus trece por unas horas más. Una sonrisa cómplice cruzó su cara, la naturaleza también estaba en su derecho si quería mostrarse enfadada.
Recolocó el cojín de su espalda agradeciendo no necesitar pisar la calle en esos momentos. No envidiaba a quienes en aquellos instantes corrían en busca de sus coches o esperaban comprimidos en alguna parada de autobús. La tormenta resultaba reconfortante siempre que uno se encontrase refugiado entre cómodas paredes, lo contrario solía convertirse en un conjunto de pantalones empapados adheridos a las piernas, pies fríos mojados y rizos difusos, incomprensiblemente alborotados, pegados al rostro. Aliviada por ese pensamiento, se sumió de nuevo en la capacidad adaptativa de los plasmodios ajena a las consecuencias de aquella pataleta climática. Pero en algún punto cercano de la ciudad, el agua hacía de las suyas y combinada con los elementos de la red eléctrica, ya fuera por inundación o cortocircuito, decidió dejar el barrio a oscuras. El papel se tiñó de negro y ambas exclamaron su decepción. Un medio minuto de completo silencio precedió al sonido de voces procedentes de los pisos anexos, la mayoría delataban indignación, otras eran risas infantiles emocionadas. Aquella tarde habría tormenta para todos.
Sorteando los muebles de la habitación, unas veces palpando y otras tropezando dolorosamente con ellos, logró llegar a la cocina y encontrar un mechero. Comenzaba la difícil tarea de encontrar una vela que, de haberla, seguramente estaría escondida entre los adornos navideños o bien sería algún regalo con forma de adorno moderno que reposaría sobre alguna estantería o similar y que habría que sacrificar. Su madre recordó entonces dos viejos candelabros en desuso que no lamentarían la amputación de sus dedos de cera y aunque consiguieron devolver cierta claridad al salón de la casa, tuvieron que conformarse con esperar pacientemente la respuesta de los servicios técnicos pues retomar la lectura exigía demasiado esfuerzo para sus ojos.
Los minutos pasaban demasiado lentos y el aburrimiento la invadía. Quince más y todo seguía igual. Veinte después decidió observar la calle. También a oscuras. Resultaba imposible distinguir nada sin la luz de las farolas pero al menos algunos puntos de luz rojos y verdes ayudaban a los conductores a circular por la calzada. Tan sólo eran las nueve y todo se había sumido en un silencio extraño, propio de una película de temática apocalíptica. Veía destellos tras los cristales y se imaginaba a las familias reunidas en torno a una vela de igual manera que lo estaban ellas, economizando una luz provisional al desconocer cuándo volvería la que aparecía cotidianamente bajo las yemas de los dedos y sin saber muy bien en qué emplear el tiempo de espera.
Se sintió vendida, maniatada y a su mente acudieron recuerdos de conversaciones con sus abuelos. Relatos que describían los quehaceres de una época marcada por el salir y ponerse del sol. Despertares acuciados por el canto insistente de un gallo. El fuego de los hogares como elemento para cocinar y calentar a las familias. El agua de los pozos y de las fuentes en un mundo sin tuberías ni depósitos. La escena se le antojó tan precaria y decadente que bien podría estar más cercana al modo de vida medieval que al del moderno siglo XXI, y una realidad incómoda llenó su mente en ese instante. El capricho de una simple tormenta podía devolvernos en cualquier momento a ese estado. Cuan efímero era el bienestar al que se había acostumbrado este numerado primer mundo.
Una hora y media después volvieron a encenderse las lámparas y las voces que antes habían oído, reían ahora unánimes. Imaginó soplidos sobre velas que volverían una vez más al olvido en el fondo de algún cajón. Recursos que, imprescindibles minutos antes, volvían a ser inservibles. Las calles iluminadas recuperaban los pasos de la gente y los coches accedían al fin a sus garajes. El agua teñida de marrón brotaba en los grifos a borbotones y en las cocinas se comenzaba a preparar la cena.
Apagó su vela con desgana. Para ella había cumplido una función más importante que la de paliar una espera. Decidió que al día siguiente le encontraría un soporte más apropiado. Mientras tanto, la dejaría junto a sus compañeras en un lugar más inmediato. Ninguna tecnología le aseguraba no volver a necesitarla.