viernes, 23 de diciembre de 2011

Noches-buenas por cojones

Ya está aquí la Nochebuena, temblad. ¿Lo tenéis todo a punto? Los mariscos y pescados apretujados en el congelador, los turrones alejados del calor de la calefacción, las servilletas y manteles con dibujitos de acebos y sonrosados santa-claus en el cajón del aparador… Parece que sí, que desde que en Octubre aparecieron las primeras cajas de polvorones a granel en los supermercados nos ha dado tiempo de pensar en todo. Nos hemos aprovisionado, nos hemos repartido: “La Nochebuena con la tía Nines, la Nochevieja en casa de los abuelos”, nos hemos concienciado: “Cenaremos algo ligerito, cochinillo, porque sino la comida de Navidad a base de chuletón de buey…”. Sí pero, ¿habéis pensado a qué vais a jugar tras los brindis?

La familia se reúne, casi a la fuerza y ha de pasárselo bomba de manera obligada. Inventamos los regalos de Papá Noel para salvar la sobremesa. Resultaba entretenido jugar con las emociones de los peques, algunos hasta temblaban de miedo cuando el primo Alberto se disfrazaba torpemente de Papá Noel con un disfraz de los chinos, comprado seguramente para alguna despedida de soltero, y se dejaba ver en la penumbra del jardín simulando cargar un saco de regalos, cuando lo que hacía era aprovechar para tirar la basura. Cómo nos divertíamos observando al pobre Dieguito temblar y susurrar “Lo he visto, lo he visto“, mientras sus padres corrían a apilar regalos junto al árbol aprovechando el shock de su hijo. Y en unos minutos el suelo se llenaba de jirones de papel de regalo, cochecitos de algún parking y accesorios de los Playmobil que el ingeniero de la familia se apresuraba a confiscar diciendo “Tranquilos, ¡esto ya lo monto yo!” Y así volvía a sentirse niño por unas horas y dejaba a Dieguito sentado a la espera mientras él se lo pasaba bomba. Los críos nos servían de entretenimiento y nos daban un buen rato, ¿pero qué pasa cuando ya han crecido? ¿Qué nos inventamos ahora?

La tele dice que juguemos, que la familia que juega unida, se mantiene unida. Como los Urdangarín, que llevan años jugando a “Atrapa un millón” y bien felices que se les ve, tan a gustito están que no piensan pasar por la Zarzuela este año a aburrirse con los mayores. La familia que no juega no pasa una entrañable Nochebuena, la familia que no juega no es feliz, es una birria de familia comparada con la del vecino que tiene una Wii, así que nos recomiendan que compremos una consola y cuatro mandos para hacer bailar a la abuela o competir con nuestros padres a ver quien infla antes un globo virtual. Es genial que trescientos euros entre consola, mandos y accesorios te permitan restregarle a tu padre que inflaste un globo antes que él. Y para los que anden un poco apretados de pasta también hay esperanza, recomiendan los tradicionales juegos de mesa, cincuenta euros a lo sumo. Un Trivial, un Scene it o un Sálvame Delux, harán las delicias de toda la familia tras la cena y veinte copas de champán, porque si no se deja la vergüenza ahogada, no juega ni Dios.
Juguéis o no juguéis, os deseo una buena noche en esta de Nochebuena. Y al Rey, me gustaría decirle que se abstenga de tocar una Wii porque si ya tuvo problemas con una puerta, no quiero ni pensar lo que podría pasarle con uno de esos endemoniados mandos…

martes, 20 de diciembre de 2011

Con la música a destiempo

Siempre llego tarde a los conciertos y no es que me falle el reloj o tenga un problema con la puntualidad; sencillamente, cuando por fin me muero de ganas por disfrutarlos, el evento ya se ha celebrado.
Por regla general, intento alejarme de los tumultos. Las grandes concentraciones de personas me resultan siempre muy incómodas. Me producen un gran agobio porque tienden a despersonalizar al individuo, lo excitan, lo impacientan, y porque además temo las conductas irracionales contagiosas que las masas provocan en las personas. Quién no recuerda una procesión de la Semana Santa sevillana en la que los devotos fieles huían presa del pánico y se pisoteaban porque “alguien” había advertido de la presencia de un individuo armado y un supuesto tiroteo. O quién no se estremece ante el televisor al ver las caóticas entradas en tromba que en las rebajas de las grandes superficies estadounidenses terminan con decenas de heridos. Un concierto es la única aglomeración que consiento y tolero si cuento con el grado de motivación necesario. Entrar en sintonía con la masa bajo el vínculo de la devoción por un artista o grupo de música me hipnotiza en cierta manera y me inhibe de la tensión y sensación de extrañeza que me produce tal concentración de seres desconocidos. Ese gusto en común me transmite que algo nos une y que, por unas horas, nuestros sentimientos vibran en la misma frecuencia lo que me produce cierta tranquilidad. No es pues que la masa sea culpable de retrasar mis intenciones a la hora de decidir si debo acudir a un concierto, lo que ocurre es que quizá tenga un problema de asimilación con respecto a la música.
Mi motivación pasa por conocer a fondo un disco, saborearlo, masticar lentamente sus canciones y sobre todo, asociarlas a momentos vividos. Hacerlas casi propias, parte de mí misma, hasta el punto en que el inicio de un punteo sea capaz de ponerme la piel de gallina. Es entonces cuando la música y quien la interpreta me emocionan lo suficiente como para poder sucumbir a la masa, aguantar el roce inevitable de tanto desconocido y el olor del sobaco del de al lado si se tercia. Pero debo ser demasiado lenta porque para cuando eso ocurre, encuentro la mayoría de las veces que la gira ha concluido y que lo único que me queda es esperar, en el mejor de los casos, que el grupo o artista en cuestión cumplan un aniversario y lo celebren con un gran tour a base de emblemáticos éxitos. En el peor de los casos, que resucite.

martes, 13 de diciembre de 2011

Como en casa

            De los innumerables placeres con los que mi alma disfruta, hay uno que depende completamente de la habilidad de los demás para lograrlo. Sujeto a la cualidad humana y al esfuerzo personal del anfitrión por compartir la intimidad de su espacio con otros, hablo del placer de sentirse como en casa.

Cuando alguien me invita a la suya, nunca puedo evitar hacerme una pregunta: “¿Molestaré?”. Y esta duda se debe a la sensación de invasión que experimento. Cuando alguien nos abre las puertas de su casa estamos invadiendo un espacio físico de su propiedad pero también, y más importante aún, su intimidad, siendo esto último lo más delicado. La relación anfitrión-invitado implica una serie de renuncias y protocolos por parte de ambos con el fin de adaptar las necesidades de las dos partes a un breve periodo de convivencia. La experiencia se convierte en una prueba de fuego para la amistad que, o bien se ve reforzada y los lazos se estrechan, o se pone una cruz de por vida sobre lo que días antes se consideraba una “pareja encantadora”, “un chico supereducado” o “unos suegros la mar de simpáticos”.
No es fácil abrir las puertas de tu casa, compartir la intimidad de tu hogar con otros, modificar tu rutina diaria y hacer que los demás se sientan cómodos. Admiro la capacidad de mis anfitriones para hacer todo eso y que resulte natural, sin adornos, sin pompa, sin exageraciones, como si un día mío en sus vidas fuera un día suyo cualquiera. En la nevera, lo que suele haber en la nevera. El orden, el de costumbre. Las comidas, sobre la marcha. Esa naturalidad para mostrar las cosas como realmente son me hace sentir cómoda en las vidas de otros y es en los silencios donde mejor puedo comprobarlo. Cuando entre dos personas se hace el silencio y ninguna se siente incómoda, la sensación es de estar entre familia, y cuando entre amigos se llega a este punto, uno se siente como en casa.

lunes, 21 de noviembre de 2011

No sin mi miedo

Dicen que la felicidad es la ausencia de miedo. Que si eliminásemos de nuestras vidas todas las amenazas que nos acosan, lograríamos ser felices. Amenazas como el miedo a padecer una enfermedad, el miedo a un despido, a un fracaso con la pareja, a un aprieto económico o a la soledad, por ejemplo, atentan cotidianamente contra nuestras posibilidades de serlo.

Mentalmente, al analizar mis propios miedos, encuentro una lista escandalosamente larga de adversarios. Algunos son personales pero la mayoría proceden de este intrincado y moderno sistema en el que vivimos. Son miedos impuestos, reglas del siglo XXI y me niego a creer que las alertas proporcionadas por mi sentido común sean una amenaza contra mi felicidad. Sinceramente, de ser así tendría muy pocas esperanzas de lograrlo. La única vía para superar ese conjunto de miedos pasaría por sumirme en la ignorancia. Habría que recurrir al recurso infantil que envuelve nuestros primeros años de vida y nos mantiene alejados de las preocupaciones de los adultos. El desconocimiento, esa venda invisible en los ojos, adormecería mis sentidos, anularía esos miedos y entonces me traería la felicidad.
Como no puedo deshacer lo aprendido, “desaprender”, el concepto publicitario de moda, como no puedo sumirme en la ignorancia y parecer una alelada mental, intuyo que esa definición de felicidad debe estar equivocada o incompleta. Creo que el miedo es necesario porque nos hace ser cautos y anticiparnos, poner medios para evitar situaciones indeseadas. El miedo nos ha hecho ser más inteligentes porque nos ha obligado durante millones de años a permanecer en alerta y desarrollar soluciones contra las amenazas cotidianas, por tanto, no podemos prescindir de él. Pienso que la felicidad está ligada a la habilidad para poner límites a nuestros miedos, para acotar su radio de amenaza, analizar los superados con el fin de aumentar nuestra confianza ante los nuevos e incluir, al otro lado de la balanza, los logros conseguidos y las ilusiones futuras. En ese equilibrio entre miedos y confianza se haya la receta.
Mi último miedo viene teñido de azul, pero como peor no nos podían ir las cosas, tengo la confianza necesaria para pensar que habremos aprendido inteligentemente de los errores y la ilusión de que más tarde o más temprano volveremos a respirar tranquilos y veremos la vida de otro color.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Poderoso caballero es Don Dinero

Tengo la sensación de que mi país no es un conjunto de personas unido por una Historia común y unas raíces culturales. Tengo la sensación de que el terreno al que llamamos España se ha convertido en un envase con código de barras. Ahora somos un producto y nos tratan como tal.

Mercado, mercado y más mercado. Los medios nos saturan los oídos con ese concepto y los líderes de las naciones tiemblan ante las noticias que sobre él llegan. ¿Qué somos? ¿Algodón, peras o una batidora? ¿Por qué nos venden como mercancía? ¿Quién fija cuánto valemos el conjunto de españoles de un día para otro y lo llama DEUDA?
Tengo la terrible sensación de vivir en una máquina de hacer dinero y que los países son tratados como meras prostitutas, extorsionados por un chulo invisible que mueve los hilos y cuya única preocupación es llenarse los bolsillos a costa de lo que sea. ¿Cuándo perdimos nuestra independencia económica? ¿Por qué Europa no funciona como un equipo? ¿No era eso lo que se perseguía con el proyecto Europeo?
Sumidos en el capitalismo y con los pobres profetas que alzaron tiempo atrás sus gritos de alerta cruelmente lapidados. ¿Quién tendrá la honradez y valentía necesarias para decirles a las familias, el próximo día 20, que no trabajan para mejorar su calidad de vida sino para satisfacer el hambre de los MERCADOS?

A este ritmo, los actuales anfitriones de la Cumbre Mundial del Microcrédito nos convertiremos en los próximos usuarios bajo los preceptos de Yunus y es que, como ya dijo Quevedo:

Madre, yo al oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado,
Pues de puro enamorado
Anda continuo amarillo.
Que pues doblón o sencillo
Hace todo cuanto quiero,
Poderoso caballero
Es don Dinero


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Azul oscuro casi negro, con perdón

Tengo la urgente necesidad de pedir perdón por mi incomprensión ante cierto suceso del que con frecuencia soy testigo. Raynes me ha hecho comprender que estaba siendo injusta. Mi reflexión surge como consecuencia de haber recuperado recientemente uno de mis aparcados hobbies artísticos, fruto de tanto ir de un lado a otro con las maletas y mi cobardía frente a la rutina impuesta.
He vuelto a trastear con la Acuarela.

Nunca he ido a clases de pintura prefiriendo el método clásico de “aprender sobre la marcha”. Esto tiene la ventaja de resultar barato, aprendizaje a coste cero, pero por contra se adquiere una técnica poco depurada y con ciertas lagunas visibles en el resultado sobre el papel. Puestos a retomar la pintura, pero sintiéndome igual de reticente a eso de pisar un aula, me dejé asesorar por artistas con experiencia en el tema para adquirir un libro adecuado a mi necesidad de mejora. Y fue leyendo éste, que como todo buen libro de pintura incluye un apartado sobre teoría del color, cuando comprendí cuán injusta había sido con ciertas personas.
Siempre he tachado casi de ignorante o más bien de vago observador, a quien no es capaz de diferenciar un azul petróleo de un negro o a quien llama simplemente verde a un marrón verdoso, más cercano en todo caso al marrón que al verde. Tampoco comprendía las dudas de la gente a la hora de calificar un amarillo. Me encontraba con demasiadas personas llamando naranja al amarillo cercano al color albero, o incluso al amarillo mismo. Desde mi punto de vista, siempre he encontrado tantas diferencias en esos tonos que en aquellos momentos me parecía imposible que otros no las vieran.
Pero siendo de Ciencias, la ignorante soy yo.

Ya sabemos que el color resulta de la descomposición de la luz al incidir sobre un objeto, es un hecho físico. Sota, caballo y rey. Eso creía yo. Lo cierto es que el autor me recordó que el color, como “resultado del recorrido que sigue la trama codificada desde que un fotón impacta en la retina hasta su llegada a unas determinadas neuronas del cerebro”, se ve por naturaleza condicionado por factores biológicos y depende por tanto de las características propias del individuo. Es decir, que no es una realidad objetiva. El color está en el cerebro y por tanto depende de la percepción de cada uno. Mi conclusión fue que factores genéticos asociados a la cadena de percepción alteran nuestra valoración de los mismos y manan ante nosotros en función de nuestra percepción visual de la misma manera que un miope percibe su entorno de manera diferente al que no lo es.

No puedo pretender que mi carta de colores personal sea idéntica a la de los demás y todavía menos a la hora de afinar describiendo colores derivados de los secundarios, por eso pido disculpas a todos aquellos con quien he debatido este tipo de observaciones. Comprendo ahora sus puntos de vista y a partir de este momento me mostraré más tolerante con las percepciones ajenas. Aún así, todavía me crea ciertas dudas el comentario de una persona muy cercana, que observando un pijama de caballero en un escaparate me dijo: “Ese pijama morado tiene pinta de ser caliente”.
Quiero pensar que lo suyo sea un ligero caso de daltonismo porque el pijama en cuestión creedme, fiaros sí de mi percepción, era marrón, tan marrón como lo es el cacao maduro recogido y listo para ser convertido en polvo y hacer chocolate, no blanco, sino con leche o también puro.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Velas para una tarde mojada

Continuaba anocheciendo mientras dejaban pasar los últimos minutos previos a la cena descansando en el sofá. La una sumida en las profundas teorizaciones sobre la felicidad en los seres vivos no humanos que predicaba Punset, la otra embebida en tormentosas relaciones familiares y rosados líos de alcoba. En la calle, una hora de incesante lluvia provocaba sinuosas riadas sobre el asfalto y el sonido de la tormenta delataba con sus rugidos, cada vez más cercanos, que el cielo seguiría en sus trece por unas horas más. Una sonrisa cómplice cruzó su cara, la naturaleza también estaba en su derecho si quería mostrarse enfadada.
Recolocó el cojín de su espalda agradeciendo no necesitar pisar la calle en esos momentos. No envidiaba a quienes en aquellos instantes corrían en busca de sus coches o esperaban comprimidos en alguna parada de autobús. La tormenta resultaba reconfortante siempre que uno se encontrase refugiado entre cómodas paredes, lo contrario solía convertirse en un conjunto de pantalones empapados adheridos a las piernas, pies fríos mojados y rizos difusos, incomprensiblemente alborotados, pegados al rostro. Aliviada por ese pensamiento, se sumió de nuevo en la capacidad adaptativa de los plasmodios ajena a las consecuencias de aquella pataleta climática. Pero en algún punto cercano de la ciudad, el agua hacía de las suyas y combinada con los elementos de la red eléctrica, ya fuera por inundación o cortocircuito, decidió dejar el barrio a oscuras. El papel se tiñó de negro y ambas exclamaron su decepción. Un medio minuto de completo silencio precedió al sonido de voces procedentes de los pisos anexos, la mayoría delataban indignación, otras eran risas infantiles emocionadas. Aquella tarde habría tormenta para todos.
Sorteando los muebles de la habitación, unas veces palpando y otras tropezando dolorosamente con ellos, logró llegar a la cocina y encontrar un mechero. Comenzaba la difícil tarea de encontrar una vela que, de haberla, seguramente estaría escondida entre los adornos navideños o bien sería algún regalo con forma de adorno moderno que reposaría sobre alguna estantería o similar y que habría que sacrificar. Su madre recordó entonces dos viejos candelabros en desuso que no lamentarían la amputación de sus dedos de cera y aunque consiguieron devolver cierta claridad al salón de la casa, tuvieron que conformarse con esperar pacientemente la respuesta de los servicios técnicos pues retomar la lectura exigía demasiado esfuerzo para sus ojos.
Los minutos pasaban demasiado lentos y el aburrimiento la invadía. Quince más y todo seguía igual. Veinte después decidió observar la calle. También a oscuras. Resultaba imposible distinguir nada sin la luz de las farolas pero al menos algunos puntos de luz rojos y verdes ayudaban a los conductores a circular por la calzada. Tan sólo eran las nueve y todo se había sumido en un silencio extraño, propio de una película de temática apocalíptica. Veía destellos tras los cristales y se imaginaba a las familias reunidas en torno a una vela de igual manera que lo estaban ellas, economizando una luz provisional al desconocer cuándo volvería la que aparecía cotidianamente bajo las yemas de los dedos y sin saber muy bien en qué emplear el tiempo de espera.
Se sintió vendida, maniatada y a su mente acudieron recuerdos de conversaciones con sus abuelos. Relatos que describían los quehaceres de una época marcada por el salir y ponerse del sol. Despertares acuciados por el canto insistente de un gallo. El fuego de los hogares como elemento para cocinar y calentar a las familias. El agua de los pozos y de las fuentes en un mundo sin tuberías ni depósitos. La escena se le antojó tan precaria y decadente que bien podría estar más cercana al modo de vida medieval que al del moderno siglo XXI, y una realidad incómoda llenó su mente en ese instante. El capricho de una simple tormenta podía devolvernos en cualquier momento a ese estado. Cuan efímero era el bienestar al que se había acostumbrado este numerado primer mundo.
Una hora y media después volvieron a encenderse las lámparas y las voces que antes habían oído, reían ahora unánimes. Imaginó soplidos sobre velas que volverían una vez más al olvido en el fondo de algún cajón. Recursos que, imprescindibles minutos antes, volvían a ser inservibles. Las calles iluminadas recuperaban los pasos de la gente y los coches accedían al fin a sus garajes. El agua teñida de marrón brotaba en los grifos a borbotones y en las cocinas se comenzaba a preparar la cena.
Apagó su vela con desgana. Para ella había cumplido una función más importante que la de paliar una espera. Decidió que al día siguiente le encontraría un soporte más apropiado. Mientras tanto, la dejaría junto a sus compañeras en un lugar más inmediato. Ninguna tecnología le aseguraba no volver a necesitarla.

miércoles, 26 de octubre de 2011

"Jamming"

Pensaba que el teatro era un lugar granate aterciopelado, de adornos dorados y con olor a polvo donde cobraban vida las lecturas recomendadas por expertos pedagogos para las clases de Literatura. Esa idea cambió hace unos diez años, si mal no recuerdo, cuando en el periódico local llamó mi atención un anuncio con los precios de los nuevos abonos de temporada del teatro de mi ciudad. Decidí entonces que merecía la pena gastarse algo de dinero para, durante un año, relacionarme regularmente con las artes escénicas, las clásicas y las nuevas. Y mereció la pena. El abono incluía teatro clásico, un musical, un monólogo (que siete años después sigue llenando en el Fígaro Adolfo Marsillach), danza contemporánea y ballet. Ese año cambió mi estrecha percepción y desde entonces, siempre que puedo, rebusco en la programación y analizo la crítica a la caza de nuevas butacas en las que disfrutar.
La última en llamar mi atención tenía un nueve de nota del público. Cuatro actores, una sala modesta y escenografía minimalista. Ningún nombre conocido, pero ahí estaban superando a “La cena de los idiotas”, “Más de cien mentiras” o “El avaro de Molière”. ¿Cuáles serían sus armas? Improvisación, era la única palabra que escrita en negrita describía su espectáculo y añadía al público como el elemento principal para su desarrollo. ¿Podría ser cierto que ese grupo de actores, sin más guión que el establecido por su público y su capacidad de improvisación para generar los diálogos hubieran conquistado semejante nota? Eso había que verlo.
He admirado siempre al actor de teatro. Una persona que sale a escena ante una sala repleta de público, con los nervios a raya, con un empollado tomo de enciclopedia por guión y sin apenas margen para el error. Lo que yo tenía esa noche frente a mí era lo mismo pero sumando como dificultad la ausencia del tomo aprendido, los cuatro salían a escena sin diálogos estudiados. Quizá guardarían ciertas pautas interpretativas como fondo de armario, pero nada más. Éramos nosotros, los espectadores, quienes blandíamos en nuestras manos cartulinas con frases del tipo “Si pesara 500kg y vistiese una talla 38, me la sudaría”, escritas al azar. Y eran ellos, quienes utilizaban nuestras brillantes citas para titular o crear diálogos en los diferentes sketches de improvisación bajo un estilo: terror, flash back, musical, etc, siempre diferente sugerido una vez más por su público. Fueron dos maravillosas horas en las que no pude dejar de reír y de admirar una vez más el trabajo de actor. Asistí boquiabierta a la gran habilidad para crear teatro casi de la nada de estos grandes maestros de la improvisación. Superaron ampliamente mis expectativas y me regalaron una de esas noches inolvidables cuyo recuerdo te arranca una sonrisa.
            
          Siempre hay joyas escondidas tras la cartelera, y obras para los gustos y bolsillos más exigentes. Os animo a todos a dejaros seducir por el teatro. ¡Las salas os esperan!

miércoles, 19 de octubre de 2011

Terneras deslocalizadas

Esta mañana fui de compras y me sentí bien por Grecia. Estuve en uno de esos centros outlet tan oportunos para bolsillos estrechos, uno bastante conocido en Madrid que parece el Parque Warner del shopping por su ubicación al aire libre y su arquitectura tematizada. Afortunadamente, éramos cuatro gatos mañaneros que no tenían nada mejor que hacer un día de diario y eso impidió que me agobiase dentro de las tiendas como de costumbre. El resultado fue la compra tranquila, pacífica y relajada de aquello que tan sólo unas horas antes no necesitaba, también como de costumbre. Al llegar a casa, y cumpliendo una vez más con lo habitual, coloqué las compras sobre la cama y evalué el resultado. Pese a haberme concedido algún capricho de más, tenía la sensación de haber hecho una buena compra. Artículos de calidad, buen precio, buen diseño y muy prácticos. Resultado general: satisfecha pero con puntos a mejorar.
Resultó que mientras doblaba una de las prendas, me llamó la atención su lugar de fabricación. Tan acostumbrada al made in China o Turquía impreso en las etiquetas de aquello que pagamos al 1000% de su coste de fabricación, me sorprendió ver un made in Greece. Y esas tres palabras escritas en tinta negra hicieron que esa compra supiera mejor. Me alegró saber que mi pequeño gasto en economía doméstica había repercutido sobre el país que inventó la Filosofía, la Literatura Clásica, las esculturas sin brazos y el turismo de ruinas. Un país señalado ahora por los gurús economistas como el alumno cateado y sin futuro, un país en apuros. Haber elegido esa prenda no salvará la economía de Grecia, pero me anima saber que todavía existen grandes marcas que rehúsan deslocalizar sus centros de producción. Procuraré estar más atenta.
Hace varios años, más concretamente desde que United Biscuits anunciara el cierre de la mítica fábrica de galletas Fontaneda de Aguilar de Campoo en Palencia, decidí leer más cuidadosamente el envase de los productos en el supermercado y premiar como consumidora, de la manera más modesta, a empresas que como el Grupo Siro han apostado por la producción y el crecimiento del tejido industrial a nivel nacional. Me preocupa saber a quién beneficia mi dinero y si mis decisiones pueden influir de alguna manera, entonces me siento responsable a la hora de elegir entre productos similares, aunque en muchas ocasiones resulta más complicado de lo que uno espera.
Una vez me propuse como reto en el Mercadona, tras observar cómo se etiquetan los productos cárnicos y pensando en nuestros ganaderos, comprar un paquete de filetes de ternera que fuera “nacida en España - criada en España”. Tardé alrededor de quince minutos en encontrarlo. Había empaquetadas vacas de cualquier región de Europa, incluso vacas de ida y vuelta: nacidas en España, criadas en Francia y devueltas aquí para el despiece. La responsable de la sección me preguntó preocupada si había algún problema con la carne. Después de comprobar lo lento y tedioso que resulta seguir la biografía de un ternero, terminé por conformarme con que el animal hubiera pasado algún tiempo por aquí.

martes, 11 de octubre de 2011

Menuda basura de Luna

           Tantos años acumulados en las arrugas de su cara y terminaremos faltándola al respeto. Cuántos caprichos a su costa, admirarla cuando nos interesa mostrarnos bohemios, pasear bajo su luz en la búsqueda de una atmósfera romántica (y de bajo coste) con el que engatusar al otro o servirse de ella como excusa para dejarse llevar y cometer terribles crímenes en serie.

La Luna siempre nos ha acompañado solitaria y paciente desde nuestros torpes andares como hombres erectos hasta nuestros más firmes y calculados pasos. Miles de años velando por el ritmo de las mareas, el crecimiento de las siembras y el navegar de los más intrépidos. Creemos que ese ojo celeste, tan brillante que a los nuestros parece blanco, posee un aspecto inalterable y una naturaleza eterna. Que la Luna, nuestra Luna, fue, es y será como la hemos conocido siempre. Porque no debería ser de otra manera, ¿o sí?
El problema de nuestra Luna es que es un ser inerte, quiero decir que no sufre y por lo tanto no protesta. Y en este mundo, cuando algo no protesta, siempre hay alguien que termina por encontrarle una utilidad que sirva a sus intereses. Y lo que es más ético y le hace sentirse aún mejor a ese individuo es disfrazar su intención de beneficio colectivo, más noble aún si se amplía el beneficio a la Humanidad entera. ¿Quién no apoyaría su causa? ¿Quién se opondría a que las futuras toneladas de basura tóxica y radiactiva se trasladen al suelo lunar? Ya se oyen ciertos ecos, pero tranquilos, ya han pensado en todos los inconvenientes y por eso nos venderán con toda seguridad que, al menos, serán depositadas sobre la cara que no vemos.
Yo tengo también mi propia causa. Creo que mi Luna, porque considero que me pertenece, vuestra Luna, porque también os pertenece, se merece ser declarada Patrimonio de la Humanidad y de esta manera garantizar que continúe siendo ese ojo atento, a veces guiño, que vela por el tan a menudo torpe y des-evolucionado ser humano.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Pastillas contra el dolor propio

Sucede de vez en cuando, como consecuencia de uno de esos mal planificados e inoportunos reveses de la vida, que nuestro estado de ánimo desciende en caída libre hasta sus niveles más bajos y dolorosos, dejando el cuerpo vacío de fuerzas como si un violento tornado lo hubiese agitado internamente. Toda su habitual energía evaporada por efecto de una gran desilusión, un terrible engaño o una imperdonable traición. Encontramos, si es que todavía se hallan sus restos entre tanta desolación, el corazón oprimido por el dolor. Un dolor tan agudo que en ocasiones se vuelve físico y se pueden notar sus punzadas en el pecho, lamentos de un corazón malherido pidiendo ayuda porque necesita de primeros auxilios para volver a ser el que era. Qué indefensos nos encontramos ante situaciones como ésta pero ¿cómo protegernos ante el sufrimiento? Hemos inventado lo inimaginable en temas de prevención, todos orientados al accidente físico pero ¿qué hay del accidente emocional?
Pastillas contra el dolor propio. Un remedio contra el sentir, un blindaje emocional que nos facilitara el salir al paso ante los contratiempos sentimentales. Nuestros corazones agradecerían una nueva rama de la Ciencia que mostrara algo de compasión hacia ellos.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

De mayor no quiero ser nada

“De mayor no quiero ser nada”. Ahí va eso, la opinión sincera de un adolescente de trece años. Verídica, actual y común entre las nuevas seseras emergentes. Recuerdo desde muy niña la típica pregunta de “¿Y tú qué quieres ser de mayor?”, una de tantas al estilo “A quién quieres más ¿a papá o a mamá?", pero que siempre tenía una respuesta, variable, pero la tenía.
Al principio quería ser doctora y me dibujaba vestida de blanco con una cruz roja en la cabeza, pero pronto descubrí que era incapaz de ver a mi madre limpiar el pescado así que tuve que cambiar de idea. Luego se me ocurrió ser peluquera, pero las conversaciones en temas de cotilleo no me salían con naturalidad y pasar demasiado tiempo rodeada de chicas terminaba por aburrirme. Por último, y a punto de terminar el colegio, decidí que quería trabajar sentada en un despacho y se me ocurrió que podría ser banquera. Con la llegada de la ESO y la diversificación de los bachilleratos, me surgieron nuevas dudas. Por un lado me atraían las artes, siempre se me había dado bien el dibujo y me sobraba imaginación; por el otro encontraba en las ciencias una puerta prometedora que me transmitía seguridad laboral en el futuro y quizá mejor sueldo a final de mes. Así que junté ambas cosas y opté por estudiar una carrera universitaria que reuniera ambas partes. Está claro que no acerté en mis primeras figuraciones, pero fui hilando pensamientos y desechando ideas hasta dar con lo que quería estudiar con el fin de poder ganarme el pan durante los próximos cuarenta años. A este dato hay que prestarle mucha atención, porque la vida laboral es demasiado larga como para no intentar siquiera elegir adecuadamente lo que uno desea ser con el fin de hacerla más amena.
Que alguien no tenga claro a qué se quiere dedicar, teniendo en cuenta la infinidad de perfiles profesionales que pueblan el mercado actual, me parece lógico y comprensible, pero que alguien responda con un absoluto vacío me parece realmente triste. ¿Puede alguien querer ser nada? ¿Tan alelados y vacíos de objetivos están nuestros colegiales que teniendo infinidad de profesiones a su alcance prefieren no pensar en el mañana? Me gustaría pensar que los adultos que les rodean se están olvidando de motivarles y guiarles en esa difícil elección, porque si los pocos que responden a la pregunta siguen haciéndolo con un “Famoso”, “Cantante” o “Gran Hermana”, nos encontraremos con disciplinas tan vitales como la Medicina ausentes de vocación y tendría que darle la razón a mi padre cuando dice: “Cuánto daño está haciendo la televisión”.

domingo, 21 de agosto de 2011

De la ciruela al wiffi

Veraneo en el pueblo de mis padres. Digo pueblo cuando debería llamarlo aldea, con apenas sesenta vecinos habitándolo durante todo el año, una iglesia, dos bares y un consultorio médico como edificios públicos. Intento reservar cada año una semana de mis vacaciones para evadirme en este rincón leonés tan coqueto donde olvido el reloj, las rutinas e incluso el móvil. Un lugar sin prisas, donde el tiempo que se tarda en llegar a un lugar lo determina el número de “parladas” que uno se echa con los vecinos que le van saliendo al paso. Cambio de aires, cura de estrés urbano, renovación del espíritu y degustación de recuerdos son actividades de ocio que solamente un rincón así permite practicar. Privilegios bien pensado, y además gratuitos. Sorprende que un lugar tan pequeño, tan carente de esos edificios que a diario nos empeñamos en tener cerca de casa, pueda dar tanto. A veces la ausencia de todo puede provocar en nuestros sentidos el mayor de los placeres. Ausencia de ruido, silencio. Ausencia de movimiento, quietud. Ausencia de personas, intimidad. Uno decide evadirse y rodearse de un ambiente diferente, donde predominan las ausencias de lo cotidiano. Donde las paredes son de piedra y los techos de pizarra negra. Donde el panadero y el frutero venden desde una furgoneta. Donde el medio más rápido para desplazarse es la bicicleta. Lo curioso es que, aunque uno crea que se encuentra en un lugar donde el tiempo apenas altera las cosas, donde te invade ese pensamiento ingenuo de creer disfrutar de un rincón anclado en el pasado, nada es para siempre y todo evoluciona. Y así descubres que los niños de ahora son reprendidos por robar el wiffi de un vecino cuando en mi niñez los insultos nos llegaban por robarle las ciruelas.

viernes, 15 de julio de 2011

Gente de palabra

Tengo la profunda impresión de que el paso de los años ha convertido al hombre moderno en un ser desconfiado. El cúmulo de malas experiencias, jugarretas o traiciones, sufridas por uno mismo o conocidas a través de vivencias ajenas, ha hecho mella en nuestras conciencias sembrando desconfianza. Una desconfianza cuya utilidad no es otra que desarrollar nuestra capacidad para prevenir hechos similares.
 Esta consecuencia, la prevención, sumada a necesidades de registro de datos, legitimación y organización de los mismos para la eficacia de nuestras gestiones cotidianas, ha provocado que vivamos rodeados de contratos, tiques, facturas y documentos similares. Papeleo por doquier. Y en estos momentos, las personas somos a los papeles como los papeles son a las personas, es decir, sin papeles de por medio somos seres sin identidad, sin origen, sin propiedades, sin posibilidad de legitimar transacciones o acceder a un servicio, sin credibilidad frente a una ventanilla o sin orden en una sala de espera. Las palabras han de estar por escrito y su valor reside sobre el papel, esto es algo que hemos aprendido y adoptado en nuestro modo de vida. ¿Por qué entonces confiar en la palabra en su modo más simple?
Sellar un contrato de palabra y con un fuerte apretón de manos puede resultar en este momento un método rudimentario, tosco y primitivo, endeble, insostenible. Pero hubo un periodo de nuestra existencia en que la palabra conservaba todo su valor. Un tiempo en el que la palabra sellaba acuerdos, forjaba alianzas, dictaba justicia e incluso unía la vida de dos personas. Era tal su valor que quien la daba, entregaba un trozo de sí mismo, entregaba su honor y el de los suyos, su vida y hasta su alma. Y un “te doy mi palabra”, se convertía en una firma de trazo invisible que se escribía al mismo tiempo sobre el corazón de su emisor y sobre los de sus destinatarios. El hombre era su palabra, el hombre valía su palabra. Si un hombre quería tener algún valor, entonces tenía que hacer valer su palabra. Y el valor de la palabra significaba confianza, honestidad y respeto.
Quizá peco de nostálgica y soñadora, pero sigo creyendo en el valor de las palabras. Sé que no puedo descambiar una prenda, en la que por sorpresa encuentro una tara, utilizando tan sólo la palabra, pero mis sensores internos me obligan a desconfiar del valor de una persona que falta a la suya. Me gusta la gente de palabra, me gusta confiar en las personas y poder confiar en su palabra. Ya son infinitas las que vacías y huecas revolotean cada día a nuestro alrededor, palabras devaluadas por comodidad o por picaresca, por maldad o por pereza, por envidia o por flaqueza. Si las palabras más cercanas a nosotros empiezan a carecer de valor, ¿qué valor tienen quienes nos rodean?

miércoles, 8 de junio de 2011

Café a media mañana

"Le repito que no sé qué ha pasado. Por el amor de Dios, si yo sólo pretendía tomarme mi café. ¿Qué hay de malo en querer tomarse un café a media mañana? Hay cuerpos que necesitan despertarse dos veces al día, una cuando suena el despertador y otra con el café a la hora del almuerzo. A mí no me vale con levantarme de la cama, abrir el grifo del lavabo y lavarme la cara con agua fría. No señor, eso es la mitad de mi puesta a punto. Con eso y una magdalena funciono hasta que llego a la oficina, saludo puerta por puerta y me pongo al día con las noticias. Para centrarme con los archivadores necesito ese café, a las diez y media, de lo contrario me pesa el trabajo. Pensar en lo que se me viene encima para el resto del día, y casi sin fuerzas, me produce una horrible sensación de mareo. No señor, una tiene que estar bien espabilada para rendir en su trabajo. Que yo no soy de esas que viven cómodamente a costa de sus impuestos, con el relax de una plaza para toda la vida. Que yo sé muy bien quien me paga y para quien trabajo, y me esfuerzo, vaya que sí, no lo dude, pero tengo que estar bien despierta y, claro, ya le digo qué es lo que necesito. ¿Ve estos brazos? Mire, mire. Toque hombre. Mire qué duros. Estos son brazos de mover los dichosos archivadores. En mi trabajo se necesita energía y eso me lo da el café. El café bien caliente y humeante de las diez y media, porque tiene que estar bien caliente para reconfortar el cuerpo como es debido. Y con eso ya puedo funcionar y estar moviendo archivadores toda la mañana. Paco, el conserje, siempre me dice que soy la mujer más enérgica que conoce, un auténtico vendaval. Me adula más de la cuenta, ¿sabe? Dice esas y otras muchas cosas  porque estoy segura de que siente algo por mí aunque parece que no se atreve a cortejarme, a mí no me gusta para nada, ya ve, bajito y con poco pelo, pero lo que dice sobre mi energía es tal y como se lo cuento. Es algo que sorprende a todo el mundo dada la edad que tengo, son muchos años poniéndole ganas a las tareas y siempre con la ayuda del café. Ya ve usted, casi treinta y cinco años, treinta y cuatro para ser exacta, acudiendo puntualmente a mis obligaciones y tomando mi café a media mañana en la misma cafetería. Y no entiendo a qué viene tanto alboroto por una taza rota. Esto…, Comisario, me dijo, ¿verdad?, pues como le decía, señor Comisario, que yo ya debería estar con mis archivadores en la oficina y no aquí perdiendo el tiempo porque le repito que no sé qué ha pasado. No tengo ni idea de porqué esa señorita se ha empeñado hoy en ponerme el café frío. Ya sé que es nueva y que tendrá que aprender a hacer correctamente su trabajo como todos los demás, pero es que la diferencia entre frío y caliente ya se nos enseña en el colegio. Y caliente es caliente, no templado, ni tirando a caliente que es lo mismo que decir frío. En la escuela el maestro le hubiera dado un buen capirotazo ante tanta ignorancia, por lo tanto, que yo le haya dado con la taza en la cabeza no es algo muy distinto. Y sangre, lo que se dice sangre tampoco he visto, porque yo he dejado el euro con cuarenta del café en la barra como todos los días y me he vuelto a mis obligaciones. Y le digo por cuarta vez que no entiendo dónde está el problema."

jueves, 19 de mayo de 2011

La Indignación como enfermedad social

Emocionadamente preocupada. Ese es mi estado. Asisto con los ojos como platos a un fenómeno, el llamado 15-M, que pone de manifiesto una nueva enfermedad social de la que, el pasado 18 de Abril en este blog, ya os describía sus síntomas. Descontento con los partidos y con sus líderes. Impopularidad de la política entre los jóvenes cimientos sociales. Mentes mediocres que palabrean sin sentido, con el único fin de  llenarse los bolsillos sin sudar demasiado la camisa. Y sobre todo indignación.
A la deriva. Mientras los líderes políticos se desgastan la sesera buscando los puntos flacos de sus rivales, para utilizarlos como puñales públicamente en el Congreso o en un plató de televisión. Mientras los partidos lavan sus trapos sucios en los juzgados y rebuscan en el cubo del vecino algo que se parezca a sus propios deshechos con el fin de equiparar culpas. Mientras elaboran los presupuestos de sus campañas y debaten con sus agencias de publicidad qué tipo de ropa conectará mejor con el ciudadano. Mientras saturan su calendario de actos públicos e inauguraciones exprés en edificios cubiertos de andamios, para no dejar pasar la oportunidad de apuntarse unos tantos antes de las elecciones.  Mientras tanto, la gente de mente inquieta, las conciencias despiertas, los consumidores de la sociedad de bienestar inconformistas, se preguntan indignados ¿por qué no se dedican a trabajar por el ciudadano?
Olvidados. La clase política vive en su atmósfera presurizada ajena al pueblo, centrada en la prensa, en los efectos mediáticos de sus apariciones públicas. Conviene saber si en último mitin se agitaron correcta y sincronizadamente las banderas, si la foto con el niño o la anciana de turno aparece en portada. Entretanto, el espíritu de los que se incorporan a la vida real, la nueva plantilla de emancipados, se desgasta. Se diluye. ¿Quiénes son estos personajes azules, rojos y verdes, y qué hacen por nosotros? ¿Y si en realidad nos sentimos naranjas, morados o negros?
Indignados. Hessel nos inspira, aunque se diga que leer no está de moda. Buscamos más allá de nuestras fronteras para encontrar consuelo ante la enfermedad de la indignación y oímos voces que conectan con nuestro pensamiento. Y para sorpresa de los seres distraídos, zombies sociales, los enfermos se comunican, se agrupan y salen a la calle para exigir con determinación una cura. Nuestro sistema sanitario está obsoleto, no funciona. La gente está cansada de acudir a la consulta para salir siempre con la misma receta, cansada de ser tratada como un número en las listas de espera, cansada de tener que elegir un médico entre una plantilla de incompetentes. Queremos un cambio en la gestión, en los métodos y en la selección del personal en cuyas manos ponemos nuestras vidas.
Porque, ante todo, creemos en la Medicina.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Jóvenes promesas

“¡Ey, chicas! ¿Os echamos una carrerita?”. Hace una tarde de abril estupenda y circulo en mi bicicleta por el Parque Europa en ropa de deporte. A dos metros, por delante de mí, una pareja de chicas con sus bicicletas de montaña también ha pensado disfrutar del sol. Van perfectamente equipadas y parece que planean sudar la tarde. Giro la cabeza hacia el origen del grito y lo que observo me desconcierta. Una pareja de jóvenes policías locales, apostados con sus motos en el borde del camino, nos observa bajo sus gafas de sol y de brazos cruzados. Miro rápidamente a las dos muchachas, no devuelven el saludo y parecen igualmente sorprendidas, descolocadas. Pasamos de largo y allí se quedan aquellos dos, con aire chulesco, comentando el momento y descansando plácidamente sobre sus scooteres.
Continúo mi paseo con el tono de la frase rebotando de un lado a otro dentro de mi cabeza. No tenía ningún contenido ofensivo pero me ha resultado molesto. Molesto por encontrarme dos personas uniformadas en su turno de trabajo, representantes del orden y  de la seguridad ciudadana, al buscar al autor del comentario. Decepcionante. No es la primera vez que la actitud de la policía local me decepciona. Hoy ha sido en Torrejón de Ardoz, hace unos meses fue en Valdemoro. Me disponía a cruzar un paso de peatones cuando un coche patrulla con dos policías locales veinteañeros, ventanillas bajadas y música disco escapándose al exterior, se detuvo bruscamente para permitirme el paso. Ambos con gafas de sol, pelo de punta engominado y el conductor con el brazo izquierdo apoyado en el marco del cristal al tiempo que conduce. Sólo le falta un porro, recuerdo que pensé. Y es que he observado, durante los dos últimos años, que en Valdemoro ser policía local no les impide a la mayoría de los recién llegados al cuerpo lucir una actitud de gallito discotequero en el desarrollo de sus funciones. Ya sea regulando el tráfico en hora punta, sin quitarse las gafas del sol aunque el día esté nublado, o patrullando en coche por el pueblo como si se tratara de dos amigos que hubieran salido con el BMW de papá un sábado noche “a pillar cacho”. ¿Quién le puede tener respeto a este tipo de elementos? Yo se lo estoy perdiendo. Reconozco que en algún encuentro más de este tipo, con miradas insinuantes añadidas, me he sentido tentada a dedicarles un gesto de “métete este dedo por el culo”, como si de un par de niñatos poligoneros se tratase, teniendo finalmente que contar hasta tres para relajarme, recordar qué representan y aceptar que visten un uniforme que me veo obligada a respetar.
Terminé el paseo con mal sabor de boca. Me vino a la memoria el concursante de un programa de televisión, tatuado de muñecas hacia arriba, basto y con acento barriobajero que alardeaba ser policía local de Coslada. No podía dejar de repetirme: falta algún test en las pruebas de acceso que se les escapa.

sábado, 7 de mayo de 2011

Chismorreo

Acción de hacer comentarios indiscretos y no verificados. Sinónimo de cotilleo, murmuración, habladuría. El chismorreo forma parte de nuestras relaciones sociales y aunque goce de nobles detractores debido a las connotaciones peyorativas que popularmente arrastra, ser tachado de cotilla es sinónimo de ofensa, en realidad bien podría definirse como hábito inherente al ser humano.
Resulta que los estudiosos de la conducta humana han evaluado la frecuencia con que nuestras conversaciones se convierten en chismorreo y según sus conclusiones, podríamos calificarlo, a la par que el fútbol, como el deporte estrella de nuestros momentos de ocio. Robin Dunbar, antropólogo y biólogo evolucionista, afirma que el 65% de nuestras conversaciones se dedican al cotilleo, y pese al tópico, sin distinción entre sexos. No os sorprendáis, los estudios demuestran que el mismo porcentaje lo destinan tanto hombres como mujeres aunque con fines distintos. Mientras que ellos lo utilizan con fines prácticos, para la consecución de intereses particulares, ellas lo utilizan como instrumento socializador. El chismorreo le sirve a la mujer para cimentar, desarrollar y consolidar relaciones sociales.
Pese a nuestras creencias, los expertos afirman que el chismorreo tiene su razón natural de ser y grandes virtudes. Le sucede lo que al queso de Cabrales, ¿algo que huele tan mal puede ser bueno? Fijémonos en el interés que despierta la prensa rosa que utiliza el mundo divinity como fuente de cotilleo. Los personajes famosos son considerados parte de la élite social y se convierten en un recurso muy habitual sobre el que opinar. Tomamos como referencia a aquellos que pertenecen a un status social superior y queremos saber qué hacen, cómo viven, porqué sufren o de qué se alegran. Ese interés por saber de los que están por encima de nosotros en la pirámide se debe a que somos seres jerárquicos. Es un acto que responde a nuestra condición humana y curiosamente, de entre todo lo que pueda sucederles, nos interesa especialmente lo negativo porque nos permite aprender de ello con el fin de tratar de evitarlo en nuestras vidas. Dunbar también define el chismorreo como un sistema excelente para condenar al que se sale de las conductas sociales. Y como actividad que se desarrolla entre varios individuos que expresan su opinión, nos permite socializar, nos une y nos cohesiona como grupo.
También la Universidad de Michigan, Estados Unidos, saca conclusiones al respecto, y en un reciente estudio asegura que chismorrear ayuda a sentirse cerca de un amigo, lo que aumenta los niveles de progesterona, una hormona sexual que fluctúa con el ciclo menstrual y que contribuye a la formación de caracteres sexuales secundarios femeninos, ayudando así a la reducción de la ansiedad y el estrés. Científicamente, han comprobado que esta actividad de carácter íntimo entre mujeres tiene una función positiva en su comportamiento. Chismorrear, criticar y mantener una actitud crítica entre amigas estaba mal visto, sin embargo, el estudio deja claro que no sólo reduce el estrés y la ansiedad, sino que las convierte en mejores personas.
De tan profundos estudios, conviene extraer que el chismorreo es una actividad óptima para la mejora de las relaciones sociales y de carácter saludable. Quién lo hubiera pensado. En consecuencia, sería aconsejable implantarlo como hábito en nuestro estilo de vida, como el deporte y los yogures con fibra. Quizá no nos guste al principio pero los expertos lo recomiendan. En mi caso, he empezado por cotillear una media hora al día, tres veces por semana y espero, para principios de verano, haber conseguido dedicarle un par de horas todos los días. Deciros que ya me voy sintiendo mejor persona y que hago nuevas amistades cada vez que voy a la peluquería. Y como último apunte, saber que el secreto está en la constancia.
¡Ánimo y a darle a la lengua!


martes, 26 de abril de 2011

Los que se fueron sin conocerlos

        Cuando uno piensa en las personas de su vida que un día se fueron para siempre, un sentimiento amargo de duda a veces acompaña los recuerdos. Imágenes de su presencia, anécdotas vividas, e incluso diálogos completos, se mezclan bajo sus nombres cuando tiramos de nuestros más íntimos archivos de memoria histórica, pero en el fondo nos preguntamos si realmente llegamos a conocerlas. Hace siete años que el último de mis abuelos completó sus días en el mundo. Desde entonces, y a medida que voy echándome los míos a la espalda, pienso a menudo en ellos  y me apena pensar que quizá no llegué a conocer realmente a aquellas personas. No podría describir con claridad quienes eran, qué sentían y cómo lo hacían, cuáles eran sus sueños, sus alegrías, sus miedos.

Los recuerdos sobre mis abuelos siempre tienen de escenario mi pueblo. Si alguna vez iban de visita a la capital, debió de ser por causas médicas y siendo yo una churumbela. Recuerdo entonces que mi madre desplegaba la planta baja de mi cama nido y yo terminaba durmiendo en el sofá. Mis abuelos eran aquellos señores mayores, vestidos de oscuro, que me desterraban de mi habitación cuando alguna vez se dejaban caer por Valladolid. También recuerdo alguna excursión improvisada, en verano siempre, que consistía en pasar el día recorriendo varios pueblos de Asturias o Galicia, dependiendo de cuánto estuvieran dispuestos a madrugar los participantes. Mis abuelas, de espíritu poco aventurero, veían la necesidad de subirse a un coche tan extrema como la de tomar una ambulancia, sólo para emergencias, así que solían ser sus maridos quienes nos acompañaban. Mi padre debía poner en aquello un empeño especial, como tratando de compensarles los sacrificados años y tan ausentes de ocio que les había tocado vivir, y se esforzaba en acoplar, en los asientos traseros del Simca 1200 chocolate, cuatro pares de piernas, dos bastones y dos boinas, recordándoles de usted a sus dueños que las puertas del coche eran algo muy delicado y que dejaran de cerrarlas como si del portalón de la cuadra se tratase. Mi hermano y yo, por menudos, apretados en el medio.
Con la excepción de esas contadas ocasiones, jamás dejaban la aldea leonesa. Con el transporte público tampoco se lo pusieron fácil, así que para ellos, la distancia máxima a la que se atrevían alejarse de casa por voluntad propia, era la que pudieran alcanzar con sus bicicletas. Recuerdo cruzarme a menudo con mi abuelo Florentino, Floro le decíamos, que venía de la huerta montado en una vieja bicicleta negra de paseo, con la azada bien sujeta bajo el brazo, como si de lancear lechugas volviera. Tenía aquella vieja bicicleta impecable, los guardabarros brillantes, la cadena perfectamente engrasada y las gomas del manillar periódicamente reemplazadas. Recuerdo cómo solía decirme orgulloso que fue el primero del pueblo en tener bicicleta y que, gracias a eso, podía recorrer los veinticuatro kilómetros que distaba Astorga sin tener que esperar al coche de línea. Aquellas anécdotas me maravillaban, pero en mi abuela Etelvina no siempre sembraban el mismo efecto. Su mirada sensata me decía que en su sacrificio personal, en sus privaciones y esfuerzos por ahorrar lo difícilmente ahorrable, residía la oportunidad de que mi abuelo hubiese podido conseguir aquella bicicleta, de la misma manera que consiguió la máquina de escribir y la sierra eléctrica.
Etelvina, una mujer prudente. Ni una palabra de más, ninguna de menos. Recuerdo a mi abuela como una actriz de reparto, participando en las historias, pero siempre en segundo plano. Menuda, pequeña, silenciosa y siempre de negro, como una sombra, quizá la de mi abuelo. Pero no tengo dudas de que en ella residía la gestión logística del hogar y que en su virtuosa capacidad para cuadrar los recursos de que se disponía entonces residía, como en muchas mujeres de la época, el éxito de que la familia saliera adelante. En mis años de meriendas a base de sándwiches de Nocilla y yogures Yoplait, recuerdo que mi abuela, desconocedora de estas modas, compraba en el comercio del pueblo tabletas de chocolate para fundir y solía premiarnos a los nietos, alguna que otra tarde, con una onza de chocolate puro del tamaño de caramelos zaragozanos de la Pilarica y de gran dureza que, ante la imposibilidad meterla entera en la boca para deshacerla, comíamos con pequeños mordiscos de roedor y así nos mantenía entretenidos toda la tarde. Qué iba a saber ella de modas de niños de ciudad, cómo imaginar que a la leche había que añadirla ColaCao y que los bocatas se hacían con pan laminado industrial, para que no doliera al morder, en vez de rebanadas de hogaza de toda la vida. Cómo iba a imaginar mi pobre abuela, después de una vida dedicada a zurcir cualquier prenda con agujeros, para poder alargar el ciclo vital de la ropa, que los pantalones vaqueros de su nieta de quince años habían sido rotos adrede para ir a la moda…era pedirla demasiado por mi parte.
De mi otra abuela apenas conservo imágenes en la memoria. Tenía tres años cuando una ridícula infección de muela, en manos de un cuerpo médico incompetente, desembocó en una fatal infección en la sangre. Fue la primera vez que oí hablar de un lugar a donde se iba la gente a estar para siempre, el cielo me decían y señalaban hacia la noche con el dedo. Yo no comprendía porqué mi abuela prefería estar allá arriba y no en casa con mi abuelo Emiliano, y esto me lo pregunté durante algunos años hasta que las monjas del colegio me tradujeron los hechos en la clase de religión. Aurora está muerta y tu abuelo es viudo. Para asombro de todos, mi abuelo aceptó resignado y con coraje un nuevo revés en la vida. Salió de una guerra, saldría de esto también. Y aprendió a poner lavadoras, a cocer legumbres, a hacer la compra y a fregar los platos. A mi abuelo le encantaban los nietos, llegamos muchos en dos tandas y de sopetón, y sin darse cuenta se juntó con diez. Recuerdo cómo mi madre y mis tías nos enseñaron a confeccionar un collar de galletas y caramelos como regalo de cumpleaños, algo que mi bisabuela le hacía de niño, y cómo nos miraba agradecido y emocionado cuando se lo colocábamos cada seis de enero. El único momento del día en que le estorbábamos era durante la comida, cuando nos miraba a todos con seriedad puntual para pedirnos que guardáramos silencio, que iban a dar el Parte. Y es que las noticias diarias, para alguien que vivió una guerra civil entre trincheras casi sin tenerlas, eran todo un lujo. Esas cosas entonces no las sabíamos, pero la expresión de su cara y los collejones que te podían llegar por la espalda bastaban para tener la boca bien cerrada. Lo que sí sabía es que la guerra era un tema oscuro del que sólo hablaban con paradójica alegría entre contemporáneos. Cuando preguntabas te decían que de ella era mejor no hablar. Emiliano solía subirse la pernera del pantalón y me enseñaba un agujero de bala por encima del talón, donde cabría una falange, para decirme muy serio que aquello lo hacían las guerras. Pero cuando mis dos abuelos tenían ocasión de juntarse para charlar y compartir recuerdos, lo hacían sonriendo. Creo que sólo sus protagonistas podían reír con respeto.
Ha pasado mucho tiempo, me he convertido en una persona más madura y sé que ahora sentarme junto a ellos sería diferente. En la libreta de mi memoria tengo apuntadas cientos de preguntas que he ido acumulando desde su ausencia. Preguntas sobre la Guerra Civil; a ellos que duramente y sin opinión la lucharon, a ellas que con angustia esperaron, casi sintiéndose viudas, su fin. Preguntas sobre sus sueños, aquellos que dejaron de completar por falta de medios, en tiempos difíciles de permanente escasez y miseria, o por sacrificio hacia los demás. Preguntas sobre la educación que recibieron de sus padres, la virtud del trabajo duro, la abnegación de la mujer para con su marido y su prole. Y preguntas sobre el amor, el más primitivo de los sentimientos, sobre el que sólo ahora me habría atrevido a preguntar porque el avergonzado color rubí de sus caras, bajo mis nuevos ojos, no habría sido obstáculo suficiente para mi curiosidad.

lunes, 18 de abril de 2011

A tres metros de la política

http://www.elconfidencialdigital.com/Articulo.aspx?IdObjeto=28456

Nunca he sentido interés alguno por la política. Sus principales figuras, cuyas cabezas resultan visibles para el común de los ciudadanos, siempre me han parecido personas aburridas. Ajenas al mundo real aunque hablen de él. No me convencen. No exhalan personalidad. No siento fuerza en sus palabras aunque sus discursos sean estudiados, nacidos de la estadística y del marketing del voto.
Soy votante de poca experiencia, es cierto, y admito que en la media docena de veces que he acudido a las urnas, tan sólo tenía claro qué partido no deseaba en el Gobierno, no quién merecía representar el poder. Lo curioso en todo esto, es que esta opinión se encuentra preocupantemente extendida entre los integrantes de mi generación. La política resulta impopular entre los jóvenes cimientos de la sociedad. No lo digo yo, lo dicen las encuestas.
Partiendo de mi tan negativa opinión, con ánimo de abrir la mente y darle una oportunidad a esta ciencia de dejarme convencer, he tratado de acercarme a ella, de forzar interés y así, durante este último año, se me ha dado la oportunidad de observar desde la barrera el funcionamiento de los partidos a nivel interno. Como si un consultor evaluara el sistema de gestión de una empresa, así he analizado el de un partido político. La parte que más me interesaba sin duda, era, por así decirlo, su departamento de Recursos Humanos. El cómo, de entre sus afiliados, se establece quién está preparado para ocupar un puesto en la política, en definitiva, ¿quién nos representa?
Uno se esperaría que para la designación de un equipo de gobierno digno de exhibir en campaña, símbolo de competencia y utilidad para el trabajo al servicio del ciudadano, se estudiasen los currículum vitae de los militantes con aspiración y la excelencia de sus cualidades y aptitudes para el desempeño de un cargo público. La realidad es bien distinta, el proceso se fundamenta en aspectos dignos de un reality show, en la elección de candidatos prima la popularidad del individuo como si de la elección de la reina de un baile de fin de curso se tratase. Popularidad frente a calidad. Amiguismos y favores frente a aptitudes. Considero que hacer política es una cosa,  tomar decisiones que le afecten a usted y a mí es otra bien distinta.
La experiencia de este tiempo atrás, lejos de sembrar algo de entusiasmo y optimismo por la materia, ha hecho empeorar dramáticamente mi percepción ante los desoladores factores de caciquismo, egoísmo personal, lucha de intereses personales y afán de protagonismo que intervienen en un proceso tan delicado y vital para la eficaz designación de futuros cargos públicos, representantes de nuestros intereses. Mi conclusión personal  es que los valores políticos capaces de sembrar admiración y respeto en el ciudadano escasean, lo que fomenta la impopularidad de la política entre la sociedad, que ve a diario cómo mentes mediocres vestidas de traje entienden que hacer política es elevarse a un estrato social superior, palabrear sin sentido y llenarse el bolsillo a final de mes sin sudar demasiado la camisa.
Elena Cepeda



domingo, 17 de abril de 2011

Victoria tiene sus secretos, nosotras los nuestros.

Una primavera más, la televisión nos sorprende en alguno de sus informativos con las modelos de una firma de moda, ángeles les llaman, luciendo la colección de bikinis de temporada. Una noticia de gran interés público, desde luego, que viene a ser parte de un ritual publicitario y de carácter anual que, apoyado por la televisión y la prensa, entre los meses de marzo a junio nos recuerda a las mujeres que estemos pensando descubrir nuestros cuerpos al sol, cómo debemos prepararnos para aparecer en escena sin dañarle la vista a los demás.
La tarea resulta aparentemente sencilla, dada la cantidad de trucos y sugerencias que se nos proponen: vestuario estival seductor, bronceado de cabina, tablas de glúteos y abdominales, dietas exprés, cremas  anti-celulíticas, anti-arrugas, anti-estrías y anti-todo. Y nosotras, agradecidas por la antelación con que nos avisan, caemos una vez más en el síndrome “operación bikini”. Mirarse al espejo es el primer reto: calculamos con horror cuántos kilos debemos perder, qué tonalidad de piel debemos alcanzar y cuánto estirarla para parecernos a esos angelitos de catálogo. El segundo es encontrar la prenda de baño: nos preguntamos con asombro por qué le falta tela al bikini que nos estamos probando y lo que es más extraño, ¿por qué nos sienta mejor la ropa íntima que la de playa?, ¿es que los patrones no deberían ser los mismos?, ¿son realmente prendas tan diferentes?… Los indicios hablan por sí solos y nos damos cuenta enseguida de que una conspiración a nivel mundial pretende minar nuestra autoestima y es que, parece ser que la mujer, debido a estar reconocida tradicionalmente como un ente abnegado, sacrificado y con gusto por el detalle, puede y debe ser agresivamente inducida por la publicidad para adornar las playas y piscinas comunitarias de la manera más exquisita para satisfacción de… ¿de quién me pregunto yo?, ¿de sí misma? Porque nosotras, ante tanta presión, terminamos por no estar nunca satisfechas, y nuestras parejas, digamos que ya saben lo que hay, sería extraño que esperasen un milagro... ¿Resulta entonces que los únicos interesados en que tomemos rayos UVA, nos  untemos cientos de potingues, vayamos al gimnasio y vistamos bikinis imposibles de sujetar bajo las olas del Cantábrico, son aquellos que hinchan sus bolsillos como resultado de tanta “operación”?
Os propongo a aquellos que os sintáis víctimas de la ansiedad causada por los medios publicitarios, que este año observéis detenidamente qué tipo de cuerpos pueblan las playas, piscinas, embalses o ríos durante el verano. Descubriréis para vuestra tranquilidad que la variedad de formas enriquece el paisaje y que, como decía mi abuela: “La genética es la genética, o se tiene o no se tiene”.