domingo, 25 de marzo de 2012

Jazz en el desván

Tarde de concierto. Al abrigo de cuatro paredes decoradas con la cartelería de Alfons Mucha y el murmullo desenfadado de quienes ya han encontrado una silla o taburete donde reposar, Consuelo, la entrañable rueda que mueve el engranaje que da vida a El Desván, nos arranca de la barra para ofrecernos una mesa cerca de los artistas. Es la tarde de “Jazz entre amigos”, y entre amigos hace que uno se sienta.

Codazo por aquí, bolsazo por allá, el abrigo no sé donde se me ha enganchado y llegamos al sitio que Consuelo nos señala y en efecto, existe una mesa, pero el problema es que no sólo está cerca, sino que además le sirve al saxofonista para dejar su clarinete a la espera de hacerle entrar en escena, con lo que me encuentro ante mi primerísima real experiencia de Jazz en vivo, por ser demasiado vivo quizá. La música suena literalmente ante mis propias narices y la excesiva cercanía me proporciona puntos de vista inesperados que en vez de entretener mi oído, obsesionan a mi cabeza. Para mi asombro, noto con profunda ansiedad como la cabeza del joven saxofonista se hincha hasta el cuello tomando un intenso color rojo asfixia al tiempo que varias gotas de sudor se desprenden de su frente haciendo que la elegancia del momento quede rota en ese instante. Sus dedos trabajan nerviosos de un lado a otro, apretando extrañas protuberancias metálicas a tan sólo cincuenta centímetros de mí y termino por centrarme en su instrumento. El de metal, claro.

Curioso diseño el del saxofón. Su acompañante, el contrabajo, se me antoja el abuelo férreo del violín, sangre de su sangre, como el principio y final de una sucesión de matrioskas, pero el parentesco de este otro me resulta difícil de imaginar. ¿Un clarinete retorcido? ¿Cómo se llega a esto? Alguien encuentra una vieja tubería doblada, un inquieto hojalatero de barrio tal vez, y deduce que con unas clavijas por aquí, unos agujeritos por allá, una boquilla y varias pequeñas tapas móviles, hogerhandens klaffar, todo ello terminado en un bonito tono dorado, se consigue un vanguardista instrumento musical. Eso es creatividad, amigos, imaginar algo así de enrevesado, revirado e intrincado, y conseguir de sus metálicas entrañas sonidos agradables al oído resulta admirable. Qué logro el saxofón, aunque si hablásemos de la trompa tendríamos que quitarnos el sombrero, las orquillas y hasta la peluca quien la lleve.

Querido Adoplh Sax, ahora conozco tu historia pero tu obra me sigue pareciendo más genuina en manos de un hojalatero de barrio.

domingo, 4 de marzo de 2012

Lágrimas en Maqueda

Sentada sobre una vieja chaqueta y con la espalda apoyada contra una pared, quince minutos antes nos había preguntado educadamente la hora. Quince fueron tan solo los minutos que había durado en mi cabeza su imagen de apacible y despreocupada lugareña disfrutando una tarde de sol. Al volver sobre nuestros pasos, y tras la segunda pregunta: “¿De dónde son ustedes?”, la soledad que la invadía encontró una inesperada vía de escape que no dudó en aprovechar. Cuánto tiempo llevarían rebotando sus palabras sobre sordos oídos para que un par de frases de inocente conversación, con unos completos desconocidos, la llevaran a desahogarse de tal manera.
Inocentes también nosotros por creer que una mujer de setenta años descansando al sol en las calles de su pueblo representa una imagen bucólica de inocente y envidiable felicidad. Nosotros los de ciudad, que nos hacemos dueños de los grandes problemas de la sociedad en que vivimos, nos olvidamos muchas veces de esa frase que dice “la procesión va por dentro”, y es que aquella mujer, con sus desgastadas zapatillas sin cordones, su falda descolorida y su deshilachada chaqueta de lana, era un pozo de amargura. Había pasado la noche sin luz, nos dijo, y ninguno de sus hijos se había acercado para encontrar la causa. A la mañana siguiente, tampoco la habían llamado para preguntar cómo se las había arreglado. Siempre estaba sola y olvidada, siete partos y años de dedicación a los suyos pero tenía que coger “la rápida” si necesitaba desplazarse a Talavera a ver al especialista. “Los que viven cerca están al paro y yo, con mi pequeña pensión, no tengo nada que ofrecerles. Por eso no me vienen a ver. No me traen a mi nieto tampoco. No tengo a nadie que me acompañe al médico”. Las lágrimas rodaban por su cara mientras yo me preguntaba si aún pensaría que los hijos son un regalo. Al mismo tiempo, me venía a la cabeza la reciente denuncia impuesta contra unos padres andaluces por prohibir a su hija adolescente salir de casa durante un fin de semana. A los padres se les presuponen unas obligaciones para con sus hijos, y la mayoría se adquieren por amor y vínculos de sangre para toda la vida, pero ¿qué hay de las obligaciones de los hijos para con sus padres?, ¿están quedando exentos de corresponderles?
Con frecuencia me pregunto si debería ser madre, si me veré con fuerzas para afrontar ese proyecto en unos años. Me inquieta pensar que mis logros profesionales dependan de ello, pero me aterra la perspectiva de concebir a una criatura capaz de sumirme en una mezcla de amargura y decepción como la de esos padres, o la de esa mujer que llora ante mí. Una mujer sumida en la soledad y en la miseria, una madre que muestra síntomas de haber empezado a cavar su propia tumba en el camposanto de la locura. Ese ha sido su regalo, dedicación y sacrificio a cambio de recibir en sus carnes el egoísmo que impera en esta sociedad nuestra. ¿Es eso lo que me espera?
Preocupados por su angustia y el desarrollo de la conversación, y sin apenas argumentos para consolarla, conseguimos arrancarle una sonrisa al decirla que no se preocupara demasiado por arreglarse el pelo para su visita al médico, que estaba guapa de sobra a pesar de los años. Y con un “La que tuvo, retuvo”, la dejamos como una adolescente maravillada ante su primer piropo. Su tristeza perduraría pero al menos esa noche tendría un pensamiento alegre que llevarse a la cama.