Una persona de mi pasado laboral
me acusó varias veces de mentir. Por aquel entonces, su opinión me importaba
tanto como el mejor acompañamiento de un buen filete de lomo: tres pimientos. Pero
el problema fue su enorme e insistente convencimiento de que mentía
sistemáticamente cada vez que teníamos una conversación y yo no lograba
averiguar de dónde procedía ese terco parecer.
Mi obsesiva intriga me llevó a
leer un sinfín de libros, ensayos y artículos especializados en el tema, buscando
reconocerme en las pautas que describían. Una postura concreta, un leve
movimiento del labio superior de la boca o un ligero parpadeo en el transcurso
una conversación pueden determinar, según las teorías de la comunicación no
verbal y numerosos estudios en el campo de la psicología, si un sujeto X dobla
los calcetines en forma de pelota en el cajón de su cómoda o si por el
contrario los apila extendidos, dos a dos. La cantidad de información que se
puede extraer de la simple observación de pequeños detalles en los individuos,
dicen, es cuantiosa y fiable. Hay algunos expertos en la materia que afirman
saber qué esconde una persona en lo más recóndito de su mente tras mantener una
pequeña conversación, aunque el tema sea completamente ajeno a lo que se trata
de averiguar y existen otros que se consideran verdaderos polígrafos humanos
observando el porcentaje de humedad de la piel del sujeto ante una respuesta o
el ángulo de inclinación de la línea que trazan los botones de su camisa.
Admirable.
Cuando parecía que el misterio
quedaría sin resolver, una última conversación zanjó mis dudas. “Lo veo en tus
ojos”, me dijo inflando el pecho cual orgulloso pavo de corral. Atónita pero
emocionada por poner fin a mi sosiego, pedí que me revelara el indicio que convertía
involuntariamente en mentira cualquier cosa que saliese de mi boca y, como si
se tratara de un maestro alquimista revelando ante el consejo de sabios la
fórmula que convierte en oro hasta la panceta, me espetó: “Se te dilatan las
pupilas”. La decepción fue mayúscula, menudo charlatán de mercado. Aquello no
era un indicio de manual, al menos no en mí. Mis pupilas son gigantes de
nacimiento y objeto de curiosidad de todos los oftalmólogos por los que voy
pasando, como buena miope, hasta el punto de haberme preguntado en varias
ocasiones si había sufrido algún accidente grave. Desde entonces, este tipo de
análisis me importan otro par de pimientos pero después de haber aprendido
tanto sobre la comunicación no verbal me divierte, como no llegaréis a imaginar,
jugar al ratón y al gato con entendidos como éstos.
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