miércoles, 26 de octubre de 2011

"Jamming"

Pensaba que el teatro era un lugar granate aterciopelado, de adornos dorados y con olor a polvo donde cobraban vida las lecturas recomendadas por expertos pedagogos para las clases de Literatura. Esa idea cambió hace unos diez años, si mal no recuerdo, cuando en el periódico local llamó mi atención un anuncio con los precios de los nuevos abonos de temporada del teatro de mi ciudad. Decidí entonces que merecía la pena gastarse algo de dinero para, durante un año, relacionarme regularmente con las artes escénicas, las clásicas y las nuevas. Y mereció la pena. El abono incluía teatro clásico, un musical, un monólogo (que siete años después sigue llenando en el Fígaro Adolfo Marsillach), danza contemporánea y ballet. Ese año cambió mi estrecha percepción y desde entonces, siempre que puedo, rebusco en la programación y analizo la crítica a la caza de nuevas butacas en las que disfrutar.
La última en llamar mi atención tenía un nueve de nota del público. Cuatro actores, una sala modesta y escenografía minimalista. Ningún nombre conocido, pero ahí estaban superando a “La cena de los idiotas”, “Más de cien mentiras” o “El avaro de Molière”. ¿Cuáles serían sus armas? Improvisación, era la única palabra que escrita en negrita describía su espectáculo y añadía al público como el elemento principal para su desarrollo. ¿Podría ser cierto que ese grupo de actores, sin más guión que el establecido por su público y su capacidad de improvisación para generar los diálogos hubieran conquistado semejante nota? Eso había que verlo.
He admirado siempre al actor de teatro. Una persona que sale a escena ante una sala repleta de público, con los nervios a raya, con un empollado tomo de enciclopedia por guión y sin apenas margen para el error. Lo que yo tenía esa noche frente a mí era lo mismo pero sumando como dificultad la ausencia del tomo aprendido, los cuatro salían a escena sin diálogos estudiados. Quizá guardarían ciertas pautas interpretativas como fondo de armario, pero nada más. Éramos nosotros, los espectadores, quienes blandíamos en nuestras manos cartulinas con frases del tipo “Si pesara 500kg y vistiese una talla 38, me la sudaría”, escritas al azar. Y eran ellos, quienes utilizaban nuestras brillantes citas para titular o crear diálogos en los diferentes sketches de improvisación bajo un estilo: terror, flash back, musical, etc, siempre diferente sugerido una vez más por su público. Fueron dos maravillosas horas en las que no pude dejar de reír y de admirar una vez más el trabajo de actor. Asistí boquiabierta a la gran habilidad para crear teatro casi de la nada de estos grandes maestros de la improvisación. Superaron ampliamente mis expectativas y me regalaron una de esas noches inolvidables cuyo recuerdo te arranca una sonrisa.
            
          Siempre hay joyas escondidas tras la cartelera, y obras para los gustos y bolsillos más exigentes. Os animo a todos a dejaros seducir por el teatro. ¡Las salas os esperan!

miércoles, 19 de octubre de 2011

Terneras deslocalizadas

Esta mañana fui de compras y me sentí bien por Grecia. Estuve en uno de esos centros outlet tan oportunos para bolsillos estrechos, uno bastante conocido en Madrid que parece el Parque Warner del shopping por su ubicación al aire libre y su arquitectura tematizada. Afortunadamente, éramos cuatro gatos mañaneros que no tenían nada mejor que hacer un día de diario y eso impidió que me agobiase dentro de las tiendas como de costumbre. El resultado fue la compra tranquila, pacífica y relajada de aquello que tan sólo unas horas antes no necesitaba, también como de costumbre. Al llegar a casa, y cumpliendo una vez más con lo habitual, coloqué las compras sobre la cama y evalué el resultado. Pese a haberme concedido algún capricho de más, tenía la sensación de haber hecho una buena compra. Artículos de calidad, buen precio, buen diseño y muy prácticos. Resultado general: satisfecha pero con puntos a mejorar.
Resultó que mientras doblaba una de las prendas, me llamó la atención su lugar de fabricación. Tan acostumbrada al made in China o Turquía impreso en las etiquetas de aquello que pagamos al 1000% de su coste de fabricación, me sorprendió ver un made in Greece. Y esas tres palabras escritas en tinta negra hicieron que esa compra supiera mejor. Me alegró saber que mi pequeño gasto en economía doméstica había repercutido sobre el país que inventó la Filosofía, la Literatura Clásica, las esculturas sin brazos y el turismo de ruinas. Un país señalado ahora por los gurús economistas como el alumno cateado y sin futuro, un país en apuros. Haber elegido esa prenda no salvará la economía de Grecia, pero me anima saber que todavía existen grandes marcas que rehúsan deslocalizar sus centros de producción. Procuraré estar más atenta.
Hace varios años, más concretamente desde que United Biscuits anunciara el cierre de la mítica fábrica de galletas Fontaneda de Aguilar de Campoo en Palencia, decidí leer más cuidadosamente el envase de los productos en el supermercado y premiar como consumidora, de la manera más modesta, a empresas que como el Grupo Siro han apostado por la producción y el crecimiento del tejido industrial a nivel nacional. Me preocupa saber a quién beneficia mi dinero y si mis decisiones pueden influir de alguna manera, entonces me siento responsable a la hora de elegir entre productos similares, aunque en muchas ocasiones resulta más complicado de lo que uno espera.
Una vez me propuse como reto en el Mercadona, tras observar cómo se etiquetan los productos cárnicos y pensando en nuestros ganaderos, comprar un paquete de filetes de ternera que fuera “nacida en España - criada en España”. Tardé alrededor de quince minutos en encontrarlo. Había empaquetadas vacas de cualquier región de Europa, incluso vacas de ida y vuelta: nacidas en España, criadas en Francia y devueltas aquí para el despiece. La responsable de la sección me preguntó preocupada si había algún problema con la carne. Después de comprobar lo lento y tedioso que resulta seguir la biografía de un ternero, terminé por conformarme con que el animal hubiera pasado algún tiempo por aquí.

martes, 11 de octubre de 2011

Menuda basura de Luna

           Tantos años acumulados en las arrugas de su cara y terminaremos faltándola al respeto. Cuántos caprichos a su costa, admirarla cuando nos interesa mostrarnos bohemios, pasear bajo su luz en la búsqueda de una atmósfera romántica (y de bajo coste) con el que engatusar al otro o servirse de ella como excusa para dejarse llevar y cometer terribles crímenes en serie.

La Luna siempre nos ha acompañado solitaria y paciente desde nuestros torpes andares como hombres erectos hasta nuestros más firmes y calculados pasos. Miles de años velando por el ritmo de las mareas, el crecimiento de las siembras y el navegar de los más intrépidos. Creemos que ese ojo celeste, tan brillante que a los nuestros parece blanco, posee un aspecto inalterable y una naturaleza eterna. Que la Luna, nuestra Luna, fue, es y será como la hemos conocido siempre. Porque no debería ser de otra manera, ¿o sí?
El problema de nuestra Luna es que es un ser inerte, quiero decir que no sufre y por lo tanto no protesta. Y en este mundo, cuando algo no protesta, siempre hay alguien que termina por encontrarle una utilidad que sirva a sus intereses. Y lo que es más ético y le hace sentirse aún mejor a ese individuo es disfrazar su intención de beneficio colectivo, más noble aún si se amplía el beneficio a la Humanidad entera. ¿Quién no apoyaría su causa? ¿Quién se opondría a que las futuras toneladas de basura tóxica y radiactiva se trasladen al suelo lunar? Ya se oyen ciertos ecos, pero tranquilos, ya han pensado en todos los inconvenientes y por eso nos venderán con toda seguridad que, al menos, serán depositadas sobre la cara que no vemos.
Yo tengo también mi propia causa. Creo que mi Luna, porque considero que me pertenece, vuestra Luna, porque también os pertenece, se merece ser declarada Patrimonio de la Humanidad y de esta manera garantizar que continúe siendo ese ojo atento, a veces guiño, que vela por el tan a menudo torpe y des-evolucionado ser humano.