viernes, 23 de diciembre de 2011

Noches-buenas por cojones

Ya está aquí la Nochebuena, temblad. ¿Lo tenéis todo a punto? Los mariscos y pescados apretujados en el congelador, los turrones alejados del calor de la calefacción, las servilletas y manteles con dibujitos de acebos y sonrosados santa-claus en el cajón del aparador… Parece que sí, que desde que en Octubre aparecieron las primeras cajas de polvorones a granel en los supermercados nos ha dado tiempo de pensar en todo. Nos hemos aprovisionado, nos hemos repartido: “La Nochebuena con la tía Nines, la Nochevieja en casa de los abuelos”, nos hemos concienciado: “Cenaremos algo ligerito, cochinillo, porque sino la comida de Navidad a base de chuletón de buey…”. Sí pero, ¿habéis pensado a qué vais a jugar tras los brindis?

La familia se reúne, casi a la fuerza y ha de pasárselo bomba de manera obligada. Inventamos los regalos de Papá Noel para salvar la sobremesa. Resultaba entretenido jugar con las emociones de los peques, algunos hasta temblaban de miedo cuando el primo Alberto se disfrazaba torpemente de Papá Noel con un disfraz de los chinos, comprado seguramente para alguna despedida de soltero, y se dejaba ver en la penumbra del jardín simulando cargar un saco de regalos, cuando lo que hacía era aprovechar para tirar la basura. Cómo nos divertíamos observando al pobre Dieguito temblar y susurrar “Lo he visto, lo he visto“, mientras sus padres corrían a apilar regalos junto al árbol aprovechando el shock de su hijo. Y en unos minutos el suelo se llenaba de jirones de papel de regalo, cochecitos de algún parking y accesorios de los Playmobil que el ingeniero de la familia se apresuraba a confiscar diciendo “Tranquilos, ¡esto ya lo monto yo!” Y así volvía a sentirse niño por unas horas y dejaba a Dieguito sentado a la espera mientras él se lo pasaba bomba. Los críos nos servían de entretenimiento y nos daban un buen rato, ¿pero qué pasa cuando ya han crecido? ¿Qué nos inventamos ahora?

La tele dice que juguemos, que la familia que juega unida, se mantiene unida. Como los Urdangarín, que llevan años jugando a “Atrapa un millón” y bien felices que se les ve, tan a gustito están que no piensan pasar por la Zarzuela este año a aburrirse con los mayores. La familia que no juega no pasa una entrañable Nochebuena, la familia que no juega no es feliz, es una birria de familia comparada con la del vecino que tiene una Wii, así que nos recomiendan que compremos una consola y cuatro mandos para hacer bailar a la abuela o competir con nuestros padres a ver quien infla antes un globo virtual. Es genial que trescientos euros entre consola, mandos y accesorios te permitan restregarle a tu padre que inflaste un globo antes que él. Y para los que anden un poco apretados de pasta también hay esperanza, recomiendan los tradicionales juegos de mesa, cincuenta euros a lo sumo. Un Trivial, un Scene it o un Sálvame Delux, harán las delicias de toda la familia tras la cena y veinte copas de champán, porque si no se deja la vergüenza ahogada, no juega ni Dios.
Juguéis o no juguéis, os deseo una buena noche en esta de Nochebuena. Y al Rey, me gustaría decirle que se abstenga de tocar una Wii porque si ya tuvo problemas con una puerta, no quiero ni pensar lo que podría pasarle con uno de esos endemoniados mandos…

martes, 20 de diciembre de 2011

Con la música a destiempo

Siempre llego tarde a los conciertos y no es que me falle el reloj o tenga un problema con la puntualidad; sencillamente, cuando por fin me muero de ganas por disfrutarlos, el evento ya se ha celebrado.
Por regla general, intento alejarme de los tumultos. Las grandes concentraciones de personas me resultan siempre muy incómodas. Me producen un gran agobio porque tienden a despersonalizar al individuo, lo excitan, lo impacientan, y porque además temo las conductas irracionales contagiosas que las masas provocan en las personas. Quién no recuerda una procesión de la Semana Santa sevillana en la que los devotos fieles huían presa del pánico y se pisoteaban porque “alguien” había advertido de la presencia de un individuo armado y un supuesto tiroteo. O quién no se estremece ante el televisor al ver las caóticas entradas en tromba que en las rebajas de las grandes superficies estadounidenses terminan con decenas de heridos. Un concierto es la única aglomeración que consiento y tolero si cuento con el grado de motivación necesario. Entrar en sintonía con la masa bajo el vínculo de la devoción por un artista o grupo de música me hipnotiza en cierta manera y me inhibe de la tensión y sensación de extrañeza que me produce tal concentración de seres desconocidos. Ese gusto en común me transmite que algo nos une y que, por unas horas, nuestros sentimientos vibran en la misma frecuencia lo que me produce cierta tranquilidad. No es pues que la masa sea culpable de retrasar mis intenciones a la hora de decidir si debo acudir a un concierto, lo que ocurre es que quizá tenga un problema de asimilación con respecto a la música.
Mi motivación pasa por conocer a fondo un disco, saborearlo, masticar lentamente sus canciones y sobre todo, asociarlas a momentos vividos. Hacerlas casi propias, parte de mí misma, hasta el punto en que el inicio de un punteo sea capaz de ponerme la piel de gallina. Es entonces cuando la música y quien la interpreta me emocionan lo suficiente como para poder sucumbir a la masa, aguantar el roce inevitable de tanto desconocido y el olor del sobaco del de al lado si se tercia. Pero debo ser demasiado lenta porque para cuando eso ocurre, encuentro la mayoría de las veces que la gira ha concluido y que lo único que me queda es esperar, en el mejor de los casos, que el grupo o artista en cuestión cumplan un aniversario y lo celebren con un gran tour a base de emblemáticos éxitos. En el peor de los casos, que resucite.

martes, 13 de diciembre de 2011

Como en casa

            De los innumerables placeres con los que mi alma disfruta, hay uno que depende completamente de la habilidad de los demás para lograrlo. Sujeto a la cualidad humana y al esfuerzo personal del anfitrión por compartir la intimidad de su espacio con otros, hablo del placer de sentirse como en casa.

Cuando alguien me invita a la suya, nunca puedo evitar hacerme una pregunta: “¿Molestaré?”. Y esta duda se debe a la sensación de invasión que experimento. Cuando alguien nos abre las puertas de su casa estamos invadiendo un espacio físico de su propiedad pero también, y más importante aún, su intimidad, siendo esto último lo más delicado. La relación anfitrión-invitado implica una serie de renuncias y protocolos por parte de ambos con el fin de adaptar las necesidades de las dos partes a un breve periodo de convivencia. La experiencia se convierte en una prueba de fuego para la amistad que, o bien se ve reforzada y los lazos se estrechan, o se pone una cruz de por vida sobre lo que días antes se consideraba una “pareja encantadora”, “un chico supereducado” o “unos suegros la mar de simpáticos”.
No es fácil abrir las puertas de tu casa, compartir la intimidad de tu hogar con otros, modificar tu rutina diaria y hacer que los demás se sientan cómodos. Admiro la capacidad de mis anfitriones para hacer todo eso y que resulte natural, sin adornos, sin pompa, sin exageraciones, como si un día mío en sus vidas fuera un día suyo cualquiera. En la nevera, lo que suele haber en la nevera. El orden, el de costumbre. Las comidas, sobre la marcha. Esa naturalidad para mostrar las cosas como realmente son me hace sentir cómoda en las vidas de otros y es en los silencios donde mejor puedo comprobarlo. Cuando entre dos personas se hace el silencio y ninguna se siente incómoda, la sensación es de estar entre familia, y cuando entre amigos se llega a este punto, uno se siente como en casa.