De los años de la
universidad recuerdo a varios compañeros que, faltos de ganas o de capacidad para
realizar algunos de los proyectos o prácticas que se nos exigían en ciertas
asignaturas, recurrían a la compra de algún compañero que lo hacía por ellos.
Lo único que les importaba era el título final y cómo conseguirlo era lo de
menos.
Pagar a otros para que hagan lo
que nosotros no sabemos hacer es lícito, es la base del comercio. Como no sé
arreglar mi coche, contrato un servicio mecánico. Cuando no sé qué hacer con mi pelo, pago
a una peluquera. Pero, ¿qué cara pondría mi jefe si le dijera que necesito
contratar a alguien para que haga el trabajo que me fue asignado porque resulta que no
sé hacerlo? Atónito diría, con absoluta seguridad y una lógica aplastante, que no soy la persona adecuada para
ese puesto y me pondría en la calle antes de poder replicar que tan sólo realizaba un sondeo.
Pero resulta que en estos días aparecen en los
medios numerosos cargos públicos del país que me recuerdan a mis antiguos
compañeros. Son personas que fueron elegidas por la sociedad para desempeñar un
trabajo de gestión y se les paga por ello, pero ante su incompetencia para
hacerlo han comprado a otros para que lo hagan en su lugar. No saben gestionar
el sistema sanitario y deciden privatizarlo,
no saben llevar las competencias de un Ministerio y contratan tropecientos
asesores que les resuelvan el entuerto. Algunos, rizando el rizo, ni siquiera saben redactar sus
propios discursos y se vuelven locos intentando descifrar ante las cámaras la
letra de otros. Reconocen públicamente de esta manera ser unos inútiles y esto
me preocupa porque se les está consintiendo conservar su trabajo. Y yo me pregunto, si no saben
gestionar, ¿qué hacen en su puesto? La lógica en este país está fallando y en tiempos
de crisis los inútiles, nos sobran.