martes, 26 de abril de 2011

Los que se fueron sin conocerlos

        Cuando uno piensa en las personas de su vida que un día se fueron para siempre, un sentimiento amargo de duda a veces acompaña los recuerdos. Imágenes de su presencia, anécdotas vividas, e incluso diálogos completos, se mezclan bajo sus nombres cuando tiramos de nuestros más íntimos archivos de memoria histórica, pero en el fondo nos preguntamos si realmente llegamos a conocerlas. Hace siete años que el último de mis abuelos completó sus días en el mundo. Desde entonces, y a medida que voy echándome los míos a la espalda, pienso a menudo en ellos  y me apena pensar que quizá no llegué a conocer realmente a aquellas personas. No podría describir con claridad quienes eran, qué sentían y cómo lo hacían, cuáles eran sus sueños, sus alegrías, sus miedos.

Los recuerdos sobre mis abuelos siempre tienen de escenario mi pueblo. Si alguna vez iban de visita a la capital, debió de ser por causas médicas y siendo yo una churumbela. Recuerdo entonces que mi madre desplegaba la planta baja de mi cama nido y yo terminaba durmiendo en el sofá. Mis abuelos eran aquellos señores mayores, vestidos de oscuro, que me desterraban de mi habitación cuando alguna vez se dejaban caer por Valladolid. También recuerdo alguna excursión improvisada, en verano siempre, que consistía en pasar el día recorriendo varios pueblos de Asturias o Galicia, dependiendo de cuánto estuvieran dispuestos a madrugar los participantes. Mis abuelas, de espíritu poco aventurero, veían la necesidad de subirse a un coche tan extrema como la de tomar una ambulancia, sólo para emergencias, así que solían ser sus maridos quienes nos acompañaban. Mi padre debía poner en aquello un empeño especial, como tratando de compensarles los sacrificados años y tan ausentes de ocio que les había tocado vivir, y se esforzaba en acoplar, en los asientos traseros del Simca 1200 chocolate, cuatro pares de piernas, dos bastones y dos boinas, recordándoles de usted a sus dueños que las puertas del coche eran algo muy delicado y que dejaran de cerrarlas como si del portalón de la cuadra se tratase. Mi hermano y yo, por menudos, apretados en el medio.
Con la excepción de esas contadas ocasiones, jamás dejaban la aldea leonesa. Con el transporte público tampoco se lo pusieron fácil, así que para ellos, la distancia máxima a la que se atrevían alejarse de casa por voluntad propia, era la que pudieran alcanzar con sus bicicletas. Recuerdo cruzarme a menudo con mi abuelo Florentino, Floro le decíamos, que venía de la huerta montado en una vieja bicicleta negra de paseo, con la azada bien sujeta bajo el brazo, como si de lancear lechugas volviera. Tenía aquella vieja bicicleta impecable, los guardabarros brillantes, la cadena perfectamente engrasada y las gomas del manillar periódicamente reemplazadas. Recuerdo cómo solía decirme orgulloso que fue el primero del pueblo en tener bicicleta y que, gracias a eso, podía recorrer los veinticuatro kilómetros que distaba Astorga sin tener que esperar al coche de línea. Aquellas anécdotas me maravillaban, pero en mi abuela Etelvina no siempre sembraban el mismo efecto. Su mirada sensata me decía que en su sacrificio personal, en sus privaciones y esfuerzos por ahorrar lo difícilmente ahorrable, residía la oportunidad de que mi abuelo hubiese podido conseguir aquella bicicleta, de la misma manera que consiguió la máquina de escribir y la sierra eléctrica.
Etelvina, una mujer prudente. Ni una palabra de más, ninguna de menos. Recuerdo a mi abuela como una actriz de reparto, participando en las historias, pero siempre en segundo plano. Menuda, pequeña, silenciosa y siempre de negro, como una sombra, quizá la de mi abuelo. Pero no tengo dudas de que en ella residía la gestión logística del hogar y que en su virtuosa capacidad para cuadrar los recursos de que se disponía entonces residía, como en muchas mujeres de la época, el éxito de que la familia saliera adelante. En mis años de meriendas a base de sándwiches de Nocilla y yogures Yoplait, recuerdo que mi abuela, desconocedora de estas modas, compraba en el comercio del pueblo tabletas de chocolate para fundir y solía premiarnos a los nietos, alguna que otra tarde, con una onza de chocolate puro del tamaño de caramelos zaragozanos de la Pilarica y de gran dureza que, ante la imposibilidad meterla entera en la boca para deshacerla, comíamos con pequeños mordiscos de roedor y así nos mantenía entretenidos toda la tarde. Qué iba a saber ella de modas de niños de ciudad, cómo imaginar que a la leche había que añadirla ColaCao y que los bocatas se hacían con pan laminado industrial, para que no doliera al morder, en vez de rebanadas de hogaza de toda la vida. Cómo iba a imaginar mi pobre abuela, después de una vida dedicada a zurcir cualquier prenda con agujeros, para poder alargar el ciclo vital de la ropa, que los pantalones vaqueros de su nieta de quince años habían sido rotos adrede para ir a la moda…era pedirla demasiado por mi parte.
De mi otra abuela apenas conservo imágenes en la memoria. Tenía tres años cuando una ridícula infección de muela, en manos de un cuerpo médico incompetente, desembocó en una fatal infección en la sangre. Fue la primera vez que oí hablar de un lugar a donde se iba la gente a estar para siempre, el cielo me decían y señalaban hacia la noche con el dedo. Yo no comprendía porqué mi abuela prefería estar allá arriba y no en casa con mi abuelo Emiliano, y esto me lo pregunté durante algunos años hasta que las monjas del colegio me tradujeron los hechos en la clase de religión. Aurora está muerta y tu abuelo es viudo. Para asombro de todos, mi abuelo aceptó resignado y con coraje un nuevo revés en la vida. Salió de una guerra, saldría de esto también. Y aprendió a poner lavadoras, a cocer legumbres, a hacer la compra y a fregar los platos. A mi abuelo le encantaban los nietos, llegamos muchos en dos tandas y de sopetón, y sin darse cuenta se juntó con diez. Recuerdo cómo mi madre y mis tías nos enseñaron a confeccionar un collar de galletas y caramelos como regalo de cumpleaños, algo que mi bisabuela le hacía de niño, y cómo nos miraba agradecido y emocionado cuando se lo colocábamos cada seis de enero. El único momento del día en que le estorbábamos era durante la comida, cuando nos miraba a todos con seriedad puntual para pedirnos que guardáramos silencio, que iban a dar el Parte. Y es que las noticias diarias, para alguien que vivió una guerra civil entre trincheras casi sin tenerlas, eran todo un lujo. Esas cosas entonces no las sabíamos, pero la expresión de su cara y los collejones que te podían llegar por la espalda bastaban para tener la boca bien cerrada. Lo que sí sabía es que la guerra era un tema oscuro del que sólo hablaban con paradójica alegría entre contemporáneos. Cuando preguntabas te decían que de ella era mejor no hablar. Emiliano solía subirse la pernera del pantalón y me enseñaba un agujero de bala por encima del talón, donde cabría una falange, para decirme muy serio que aquello lo hacían las guerras. Pero cuando mis dos abuelos tenían ocasión de juntarse para charlar y compartir recuerdos, lo hacían sonriendo. Creo que sólo sus protagonistas podían reír con respeto.
Ha pasado mucho tiempo, me he convertido en una persona más madura y sé que ahora sentarme junto a ellos sería diferente. En la libreta de mi memoria tengo apuntadas cientos de preguntas que he ido acumulando desde su ausencia. Preguntas sobre la Guerra Civil; a ellos que duramente y sin opinión la lucharon, a ellas que con angustia esperaron, casi sintiéndose viudas, su fin. Preguntas sobre sus sueños, aquellos que dejaron de completar por falta de medios, en tiempos difíciles de permanente escasez y miseria, o por sacrificio hacia los demás. Preguntas sobre la educación que recibieron de sus padres, la virtud del trabajo duro, la abnegación de la mujer para con su marido y su prole. Y preguntas sobre el amor, el más primitivo de los sentimientos, sobre el que sólo ahora me habría atrevido a preguntar porque el avergonzado color rubí de sus caras, bajo mis nuevos ojos, no habría sido obstáculo suficiente para mi curiosidad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho.
Has descrito perfectamente muchas cosas con las que me siento identificado respecto a los abuelos, tanto en su forma de pensar como en sus costumbres; incluso en un fallecimiento prematuro por negligencia médica.
Me ha dado un pequeño brote nostálgico.

Elena Cepeda dijo...

Muchas gracias por ser el primer valiente que publica un comentario.
Y cierto que se trataba de despertar melancolía y de hacer un pequeño homenaje personal a unas personas que viví de refilón y que no supe apreciar como lo habría hecho ahora.
Si supe contagiarte ese sentimiento puedo sentirme muy orgullosa.
Muchas gracias.

Juan Antonio Balsalobre Alcalde dijo...

A mí me pasó igual. Mas que nostalgia al entender el valor real que tienen hoy, algunos momentos del pasdo. Tuve que parar, al no poder seguir leyendo con el recuerdo. Es un texto grande.