No es posible consolar cuando no
hay consuelo, y sin embargo lo intentamos. Yo lo he intentado a las ocho de esta
tarde, sabiendo de antemano cuán inútil resulta y quedándome con el sabor vacío
de pronunciar palabras que no ayudan.
Palabras huecas que resuenan en
las paredes de cualquier tanatorio. Un lugar, como los hospitales, al que llevo
de muy mala manera tener que acudir. La tristeza que ambos transmiten se me
mete como el frío de la niebla en en el cuerpo y cuesta hacerla salir, pero lo que peor llevo
es la impotencia que me causa estar por estar. Y digo estar por estar porque la
presencia de las personas rara vez ayuda en cualquiera de estos dos lugares, no
resuelve el problema. Acudimos, permanecemos, nos despedimos, pero la
enfermedad y el dolor se quedan.
Mis compañeras de trabajo han
perdido a una madre, todavía joven, tras duros meses de luchar contra la
leucemia. De mi boca no ha salido un “te acompaño en sentimiento”, os lo
garantizo, sino “Menuda gran putada. Que no nos toque a nadie lo que estáis
pasando vosotras”. Y es que, humano como es, no dejaba de pensar en que todos los
allí presentes suspirábamos en realidad con cierto alivio porque en el sorteo
de la muerte nuestros números y los de aquellos a quienes más queremos seguían
sin salir. La vida continuaba ahorrándonos ese duro trago, esa gran putada para la
que no hay consuelo posible y que lo único que quizá alivie a quien la padece sea reconocer humanamente lo que es.
Ya de camino al coche, sacando
conclusiones como de costumbre, volví a reafirmarme en mis principios,
macerados tras varias experiencias similares. Que la vida es para exprimirla
cada día, desde el instante en el que nuestros ojos despiertan, ya es
vida. Que hay que disfrutar el instante, porque del presente somos dueños y el
futuro no nos lo garantiza nadie. Y que las cosas importantes no se deben hacer
esperar si es posible hacerlas en el momento que vivimos. Lo siguiente que hice
fue conectar el manos-libres y llamar a mi madre.