sábado, 5 de noviembre de 2011

Velas para una tarde mojada

Continuaba anocheciendo mientras dejaban pasar los últimos minutos previos a la cena descansando en el sofá. La una sumida en las profundas teorizaciones sobre la felicidad en los seres vivos no humanos que predicaba Punset, la otra embebida en tormentosas relaciones familiares y rosados líos de alcoba. En la calle, una hora de incesante lluvia provocaba sinuosas riadas sobre el asfalto y el sonido de la tormenta delataba con sus rugidos, cada vez más cercanos, que el cielo seguiría en sus trece por unas horas más. Una sonrisa cómplice cruzó su cara, la naturaleza también estaba en su derecho si quería mostrarse enfadada.
Recolocó el cojín de su espalda agradeciendo no necesitar pisar la calle en esos momentos. No envidiaba a quienes en aquellos instantes corrían en busca de sus coches o esperaban comprimidos en alguna parada de autobús. La tormenta resultaba reconfortante siempre que uno se encontrase refugiado entre cómodas paredes, lo contrario solía convertirse en un conjunto de pantalones empapados adheridos a las piernas, pies fríos mojados y rizos difusos, incomprensiblemente alborotados, pegados al rostro. Aliviada por ese pensamiento, se sumió de nuevo en la capacidad adaptativa de los plasmodios ajena a las consecuencias de aquella pataleta climática. Pero en algún punto cercano de la ciudad, el agua hacía de las suyas y combinada con los elementos de la red eléctrica, ya fuera por inundación o cortocircuito, decidió dejar el barrio a oscuras. El papel se tiñó de negro y ambas exclamaron su decepción. Un medio minuto de completo silencio precedió al sonido de voces procedentes de los pisos anexos, la mayoría delataban indignación, otras eran risas infantiles emocionadas. Aquella tarde habría tormenta para todos.
Sorteando los muebles de la habitación, unas veces palpando y otras tropezando dolorosamente con ellos, logró llegar a la cocina y encontrar un mechero. Comenzaba la difícil tarea de encontrar una vela que, de haberla, seguramente estaría escondida entre los adornos navideños o bien sería algún regalo con forma de adorno moderno que reposaría sobre alguna estantería o similar y que habría que sacrificar. Su madre recordó entonces dos viejos candelabros en desuso que no lamentarían la amputación de sus dedos de cera y aunque consiguieron devolver cierta claridad al salón de la casa, tuvieron que conformarse con esperar pacientemente la respuesta de los servicios técnicos pues retomar la lectura exigía demasiado esfuerzo para sus ojos.
Los minutos pasaban demasiado lentos y el aburrimiento la invadía. Quince más y todo seguía igual. Veinte después decidió observar la calle. También a oscuras. Resultaba imposible distinguir nada sin la luz de las farolas pero al menos algunos puntos de luz rojos y verdes ayudaban a los conductores a circular por la calzada. Tan sólo eran las nueve y todo se había sumido en un silencio extraño, propio de una película de temática apocalíptica. Veía destellos tras los cristales y se imaginaba a las familias reunidas en torno a una vela de igual manera que lo estaban ellas, economizando una luz provisional al desconocer cuándo volvería la que aparecía cotidianamente bajo las yemas de los dedos y sin saber muy bien en qué emplear el tiempo de espera.
Se sintió vendida, maniatada y a su mente acudieron recuerdos de conversaciones con sus abuelos. Relatos que describían los quehaceres de una época marcada por el salir y ponerse del sol. Despertares acuciados por el canto insistente de un gallo. El fuego de los hogares como elemento para cocinar y calentar a las familias. El agua de los pozos y de las fuentes en un mundo sin tuberías ni depósitos. La escena se le antojó tan precaria y decadente que bien podría estar más cercana al modo de vida medieval que al del moderno siglo XXI, y una realidad incómoda llenó su mente en ese instante. El capricho de una simple tormenta podía devolvernos en cualquier momento a ese estado. Cuan efímero era el bienestar al que se había acostumbrado este numerado primer mundo.
Una hora y media después volvieron a encenderse las lámparas y las voces que antes habían oído, reían ahora unánimes. Imaginó soplidos sobre velas que volverían una vez más al olvido en el fondo de algún cajón. Recursos que, imprescindibles minutos antes, volvían a ser inservibles. Las calles iluminadas recuperaban los pasos de la gente y los coches accedían al fin a sus garajes. El agua teñida de marrón brotaba en los grifos a borbotones y en las cocinas se comenzaba a preparar la cena.
Apagó su vela con desgana. Para ella había cumplido una función más importante que la de paliar una espera. Decidió que al día siguiente le encontraría un soporte más apropiado. Mientras tanto, la dejaría junto a sus compañeras en un lugar más inmediato. Ninguna tecnología le aseguraba no volver a necesitarla.

No hay comentarios: