viernes, 18 de mayo de 2012

Dos ojos color miel

Apenas cinco segundos de intensa mirada bastaron para el flechazo. A la hora en la que los monitores por fin duermen y los fluorescentes no parpadean, ambos nos encontramos cara a cara en la fría quietud  de un polígono. Conectamos, nuestros estados de ánimo coincidieron, buscando la cercanía de otro que agradeciera un gesto de afecto. Premisa necesaria para un encuentro, premisa obligada para que mi mano se acercase a su cara y, rozando suavemente su mejilla, terminase recorriendo su espalda. Un arco recorrió mi palma y, al instante, giró sobre sus pasos buscando reiniciar aquella sucesión de gestos. Sus ojos entrecerrados transmitían placer; la columna, tensa, reclamaba más atención y el silencio meloso dejó paso a un entrañable “rum, rum”. Nos comportábamos como amigos aunque momentos antes fuésemos dos completos desconocidos.

En aquel instante pensé en aquellos a quien conocía y que insistían en dejarme claro su fobia hacia los gatos, recalcando sus desaires, sus gestos traicioneros. En definitiva, su carácter. Resulta curioso, un animal repudiado por demostrar tener carácter. Un pequeño mamífero con contada inteligencia que demuestra tener recursos suficientes para dejar claro que tiene algo de personalidad. No me parece algo reprochable sino más bien una cualidad para admirar. Es fácil obtener la atención de un perro, animal que sin duda atrae todos los favores de los contrarios a los gatos, acercarse a él y obtener un lametón en la mano. Fácil, sin duda; meritorio, no tanto. Prefiero que un animal se acerque a mí por el placer sincero de hacerlo, no por su conducta predispuesta, casi autómata y programada. Mi nuevo amigo ha elegido serlo, aún pudiendo seguir cabeceando al sol, y eso le honra. Otros de su clan nos observan desde lejos, dejando claro que no necesitan compañía, invitando a los transeúntes a seguir su camino. No hay dos gatos iguales al igual que ocurre con las personas y eso me hace pensar que somos más parecidos de lo que creemos.
Una de sus orejas gira hacia una cercana pared de ladrillo. Quizá algo se escabulle entre la hiedra y levanta la cabeza, con sus ojos color miel buscando encontrarse con los míos. Parece decir: lo siento, tengo que irme. Y lo comprendo. Como dos buenos amigos que ya se hubieran tomado un par de cañas, es hora de retirarse, no sin antes decirse hasta luego. Me maravilla este comportamiento, que un ser tan independiente tenga el detalle de anticipar su siguiente deseo. No podría calificarlo de traicionero, me digo mientras me alejo, quizá el problema venga de que no se toman la molestia suficiente de entender sus gestos.

No hay comentarios: