Apenas cinco segundos de intensa
mirada bastaron para el flechazo. A la hora en la que los monitores por fin duermen
y los fluorescentes no parpadean, ambos nos encontramos cara a cara en la fría quietud de un polígono. Conectamos, nuestros estados
de ánimo coincidieron, buscando la cercanía de otro que agradeciera un gesto de
afecto. Premisa necesaria para un encuentro, premisa obligada para que mi mano
se acercase a su cara y, rozando suavemente su mejilla, terminase recorriendo
su espalda. Un arco recorrió mi palma y, al instante, giró sobre sus pasos
buscando reiniciar aquella sucesión de gestos. Sus ojos entrecerrados
transmitían placer; la columna, tensa, reclamaba más atención y el silencio
meloso dejó paso a un entrañable “rum, rum”. Nos comportábamos como amigos
aunque momentos antes fuésemos dos completos desconocidos.
En aquel instante pensé en
aquellos a quien conocía y que insistían en dejarme claro su fobia hacia los
gatos, recalcando sus desaires, sus gestos traicioneros. En definitiva, su carácter.
Resulta curioso, un animal repudiado por demostrar tener carácter. Un pequeño
mamífero con contada inteligencia que demuestra tener recursos suficientes para
dejar claro que tiene algo de personalidad. No me parece algo reprochable sino
más bien una cualidad para admirar. Es fácil obtener la atención de un perro,
animal que sin duda atrae todos los favores de los contrarios a los gatos,
acercarse a él y obtener un lametón en la mano. Fácil, sin duda; meritorio, no
tanto. Prefiero que un animal se acerque a mí por el placer sincero de hacerlo,
no por su conducta predispuesta, casi autómata y programada. Mi nuevo amigo ha
elegido serlo, aún pudiendo seguir cabeceando al sol, y eso le honra. Otros de
su clan nos observan desde lejos, dejando claro que no necesitan compañía,
invitando a los transeúntes a seguir su camino. No hay dos gatos iguales al igual
que ocurre con las personas y eso me hace pensar que somos más parecidos de lo
que creemos.
Una de sus orejas gira hacia una cercana
pared de ladrillo. Quizá algo se escabulle entre la hiedra y levanta la cabeza,
con sus ojos color miel buscando encontrarse con los míos. Parece decir: lo
siento, tengo que irme. Y lo comprendo. Como dos buenos amigos que ya se
hubieran tomado un par de cañas, es hora de retirarse, no sin antes decirse
hasta luego. Me maravilla este comportamiento, que un ser tan independiente
tenga el detalle de anticipar su siguiente deseo. No podría calificarlo de
traicionero, me digo mientras me alejo, quizá el problema venga de que no se toman
la molestia suficiente de entender sus gestos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario