martes, 17 de enero de 2012

El Doctor Vallejo

Estoy resfriada. Me duelen la cabeza y las cuencas de los ojos, mi nariz sufre goteras y mis huesos pesan más que de costumbre. Tengo el cuerpo destemplado, impaciente por estornudar como protesta ante el más ligero cambio de temperatura a su alrededor. No tengo una infección terminal pero estoy muy molesta, tolero los síntomas pero me sobrepasa que precisamente en un día como hoy, en un momento como éste, tenga que salir forzosamente a la calle bajo una desapacible lluvia acompañada de vendaval.
Mala suerte, Ley de Murphy, o mala follá, que diría un andaluz. Siempre que mi organismo me da la patada lo hace en el peor momento. Decide que sea un día festivo, sin una farmacia en las inmediaciones y con los ambulatorios cerrados, o bien uno de esos en los que la meteorología juega en tu contra y no puedes permanecer en casa. Atrás quedaron aquellos años en los que ponerme enferma significaba disfrutar de una semana de permiso escolar al calor de las mantas, gozar de plena atención en mi casa, zumo de naranja recién exprimido cada tres horas y la visita de alguna compañera de E.G.B., la siguiente que se pondría enferma, que me explicaba los deberes mientras las madres se tomaban un café. Todo se curaba con Ardine y al terminar el proceso gripal medía un centímetro y medio más. Casi todo ventajas porque el único inconveniente era la visita al médico. Aún con cuarenta de fiebre y mareada, había que salir a la calle. Mi madre me forraba de prendas de abrigo cual maleta de aeropuerto, como si temiera que además de coger frío fuera a golpearme, y disfrazada de pelota me llevaba, por una sucesión de calles que a mí se me antojaban interminables, hasta la consulta del Doctor Vallejo. Mi querido Vallejo, un sesentón canoso, bajo y corto de vista, con gafas de cristales amarillentos, sin paciencia para los infantes, que te hundía un palo plano de pino hasta el fondo de la garganta mientras te pedía que dijeras “Aaaaa” cuando a mí solo me salía un “Arggg” mal articulado que más bien era una arcada. Pero me recetaba el Ardine, llevándose con seguridad una buena comisión de algún visitador médico, y eso significaba que ya podía volver de nuevo a mi condición de princesa bajo las mantas.
Ahora sencillamente no voy al médico, porque tras la jubilación del Doctor Vallejo llegó el joven Doctor Morán cuyas visitas resultaban desmoralizadoras. No comulgaba con ningún medicamento y siempre decía: “Dele paracetamol si le sube la fiebre y que tome mucho líquido”. Aquel fue el fin de los sobres de medicina con sabor a naranja y el jarabe para la tos. Desde entonces recuerdo su fórmula y me mantengo a base de infusiones. Tomillo, romero y eucalipto. Descubrí que tanto resfriado como gripe siguen siempre el mismo proceso, poco o nada con que combatirlo, es algo por lo que hay que pasar y punto. Y como hoy toca pasarlo fuera de casa, tendré que abrigarme con sentido común porque espero de corazón no parecer una pelota.




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