viernes, 15 de julio de 2011

Gente de palabra

Tengo la profunda impresión de que el paso de los años ha convertido al hombre moderno en un ser desconfiado. El cúmulo de malas experiencias, jugarretas o traiciones, sufridas por uno mismo o conocidas a través de vivencias ajenas, ha hecho mella en nuestras conciencias sembrando desconfianza. Una desconfianza cuya utilidad no es otra que desarrollar nuestra capacidad para prevenir hechos similares.
 Esta consecuencia, la prevención, sumada a necesidades de registro de datos, legitimación y organización de los mismos para la eficacia de nuestras gestiones cotidianas, ha provocado que vivamos rodeados de contratos, tiques, facturas y documentos similares. Papeleo por doquier. Y en estos momentos, las personas somos a los papeles como los papeles son a las personas, es decir, sin papeles de por medio somos seres sin identidad, sin origen, sin propiedades, sin posibilidad de legitimar transacciones o acceder a un servicio, sin credibilidad frente a una ventanilla o sin orden en una sala de espera. Las palabras han de estar por escrito y su valor reside sobre el papel, esto es algo que hemos aprendido y adoptado en nuestro modo de vida. ¿Por qué entonces confiar en la palabra en su modo más simple?
Sellar un contrato de palabra y con un fuerte apretón de manos puede resultar en este momento un método rudimentario, tosco y primitivo, endeble, insostenible. Pero hubo un periodo de nuestra existencia en que la palabra conservaba todo su valor. Un tiempo en el que la palabra sellaba acuerdos, forjaba alianzas, dictaba justicia e incluso unía la vida de dos personas. Era tal su valor que quien la daba, entregaba un trozo de sí mismo, entregaba su honor y el de los suyos, su vida y hasta su alma. Y un “te doy mi palabra”, se convertía en una firma de trazo invisible que se escribía al mismo tiempo sobre el corazón de su emisor y sobre los de sus destinatarios. El hombre era su palabra, el hombre valía su palabra. Si un hombre quería tener algún valor, entonces tenía que hacer valer su palabra. Y el valor de la palabra significaba confianza, honestidad y respeto.
Quizá peco de nostálgica y soñadora, pero sigo creyendo en el valor de las palabras. Sé que no puedo descambiar una prenda, en la que por sorpresa encuentro una tara, utilizando tan sólo la palabra, pero mis sensores internos me obligan a desconfiar del valor de una persona que falta a la suya. Me gusta la gente de palabra, me gusta confiar en las personas y poder confiar en su palabra. Ya son infinitas las que vacías y huecas revolotean cada día a nuestro alrededor, palabras devaluadas por comodidad o por picaresca, por maldad o por pereza, por envidia o por flaqueza. Si las palabras más cercanas a nosotros empiezan a carecer de valor, ¿qué valor tienen quienes nos rodean?

1 comentario:

Juanan dijo...

Y aunque eruditos hayan comparado las palabras con monedas, donde una vale muchas y muchas no valen una. Aunque Séneca en su legado dejo dicho, que lo dicho se lo lleva el aire. ¡Ten cuidado con tus palabras!
Porque la palabra gobierna a los hombres.